Me acuerdo: Margo Glantz
Con el entrañable "Me acuerdo" de Joe Brainard en mente [modelo que Georges Perec y tantos otros siguieron], le pedimos a la escritora mexicana Margo Glantz que compartiera con nosotros algunos de sus recuerdos. Esto es lo que nos envió.




Me acuerdo de cuando yo era niña: en el valle de México había varios lagos y la ciudad era de verdad transparente.

Me acuerdo caminando por las calles de Dallas en épocas de intenso calor: admiré la elegancia de las mujeres de entonces, con sus grandes sombreros a lo Greta Garbo, sus altos tacones y sus vestidos de algodón, como si estuviéramos en La rosa del Cairo de Woody Allen, dentro de la película, y no mirándola sentados en la sala, conviviendo con personajes desconocidos aunque románticos.

Me acuerdo que mi padre usaba sombreros Tardan y una barba al estilo de la que usaba Trotski.

Me acuerdo que sólo tuve una muñeca en mi infancia.

Me acuerdo que cuando llegué por primera vez a Estambul, la legendaria Constantinopla, tuve la sensación de no haber salido de la Ciudad de México y de recorrer incesantemente calles idénticas a las de un barrio popular, la Lagunilla; las callejuelas de repente se abrieron y se transformaron en el Cuerno de Oro, una enorme perspectiva, la vista soberbia, el sol iluminando apenas el mar y entre el fondo brumoso del cielo la silueta de los innúmeros minaretes y las cúpulas de las mezquitas de la vieja ciudad; la visión me dejó suspensa, maravillada, y sin embargo en un acto malabar y súbito de conciencia ya estaba de regreso en París, llorando desesperada porque iba a dejar de ver el Cuerno de Oro, cosa que en verdad me sucedió como sucede en cualquier viaje, a pesar de que seguía contemplándolo, absorta, extasiada, en ese preciso instante, desde un recodo milagroso de la ciudad.

Me acuerdo de la primera vez que enseñé en los Estados Unidos, en el Instituto de Lenguas extranjeras de Monterrey, California. En mis momentos libres solía tomar la carretera #1 para almorzar un sándwich de queso y aceitunas negras en Nepenthe, bello y pequeño restorán situado en lo alto de una montaña muy cercana a Big Sur donde Henry Miller se había retirado del mundanal ruido con una de sus esposas, creo que la quinta, una japonesa. Subía yo la carretera en un coche color verde kaki que había pertenecido en épocas mejores a la Pacific Bell Company, en esa época la empresa telefónica más importante del oeste, se trataba de una carcacha inmensa que ascendía con esfuerzo la angosta carretera por donde circulaban rapidísimo otros automóviles.

Me acuerdo cómo lloré cuando vi Lo que el viento se llevó.

Me acuerdo que Perec se acordaba de Cantinflas.

Me acuerdo que viajo como si fuera mi único destino.

Me acuerdo que a finales de 1954 llegué a Colonia con Paco López Cámara y nos alojamos en una pensión familiar que costaba cinco marcos, no tenía calefacción, pero sí una cama provista de uno de esos edredones rellenos de pluma de ganso –como los que transportaron en sus cofres de viaje mis padres desde Ucrania–, especiales para combatir el frío y pasar una buena noche, y a la mañana siguiente sacar tímidamente una mano para calibrar la temperatura; luego, haciendo malabarismos, tratar de vestirnos protegidos por el edredón, para después, bien abrigados, salir a caminar por la ciudad. De ese viaje me acuerdo también de la Catedral ennegrecida, con los vitrales rotos y enormes huecos entre las nubes que dejaban pasar un cielo igualmente tenebroso por el invierno y la huella de las bombas.

Me acuerdo que cuando estudiaba en París hubo una de esas crisis de petróleo que de pronto amenazan al mundo civilizado: se trataba esta vez de la crisis del Canal de Suez, quizá en 1956--; tiritábamos permanentemente de frío en ese período porque se interrumpió la producción de gas mazout, necesario para hacer marchar los radiadores. Me acuerdo también de un día en que frente a un quiosco leía los periódicos donde se daba la noticia de la invasión soviética a Hungría. Una dama produjo un aterrador y único comentario: “¡Zut, plus de beurre!”.

Me acuerdo que cuando tenía quince años leí sucesivamente Palmeras salvajes de Faulkner (traducido por Borges o por su mamá), Crimen y castigo de Dostoiewski y Madame Bovary de Flaubert. No he podido volver a leer ninguno de esos libros, no soporto su final infeliz.

Me acuerdo que se está acabando el año.

Me acuerdo cuando todavía se podía pasear a altas horas de la noche en mi ciudad.

Me acuerdo del temblor de 1985 en México. Pasé por una calle llena de escombros: un letrero prohibía tirar guijarros.



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