Me acuerdo: Hernán Ronsino
Con el entrañable "Me acuerdo" de Joe Brainard en mente [modelo que Georges Perec y tantos otros siguieron], le pedimos al escritor argentino Hernán Ronsino que compartiera con nosotros algunos de sus recuerdos. Esto es lo que nos envió.
Me acuerdo del tío Paco, de su risa, del modo en que se lo recibía en casa cuando nos visitaba los domingos un rato antes del almuerzo, con esa alegría de recibir al que cuenta cuentos.
Me acuerdo de los teléfonos públicos. Recién a los veinte años tuve por primera vez un teléfono en mi casa. Pero antes de eso, cuando había que llamar a alguien – y llamar era un hecho extraordinario – el llamado se hacía desde la cantina del club Cerámica. Ahí había un teléfono público. Me acuerdo del sonido de los cospeles al entrar, del esfuerzo por discar los números, del jadeo entrecortado que se oía en la comunicación antes de que del otro lado alguien atendiera. Todo eso me provocaba un estremecimiento. Una leve alteración cardiaca.
Me acuerdo de una carrera de natación. Fue en la ciudad de Bragado. Yo corría pecho. Y esa vez el que ganaba siempre no corrió. Éramos tres y gané yo. Fue la única vez que al ganador le entregaban un diploma y no una medalla. Sentí cierta frustración. Y pensé que de alguna manera al no entregar una medalla como premio máximo todos sabían que el que merecía ganar era el que no había podido correr. Es decir, el que ganaba siempre.
Me acuerdo cuando construimos con mis hermanos y unos amigos del barrio una balsa en un pueblo pampeano que está bien lejos del mar. Pasamos toda una semana yendo a un monte a elegir la madera adecuada. Los ideólogos eran mis hermanos. El plan era navegar por el río Salado y llegar así a su desembocadura, llegar al mar. Teníamos ocho años.
Me acuerdo de la sensación de aburrimiento. Estar aburrido en un pueblo es dar vueltas una y otra vez alrededor de tu propia sombra, es dejar de percibir al tiempo. Por eso me acordé de Cioran. Aburrirse es mascar tiempo, dice.
Me acuerdo cuando iba por las tardes a la Terminal de Ómnibus de Chivilcoy a ver llegar y partir los colectivos. Me sentaba en una escalera y me pasaba horas ahí. Contemplando, como se dice, el movimiento. Una vez lo vi al Negro Granados. Estaba con su mujer, listo para viajar a La Plata. Yo me acerqué y lo saludé. Le dije: Soy el hijo de Lito. No entendió muy bien de qué le hablaba. No sabía quién era yo. Estaba nervioso por el viaje. Y vestido de un modo distinto. El Negro Granados era el protagonista de muchas historias que contaba, una y otra vez, mi papá. Era una especie de mito. De golpe se metió en un kiosco y cuando salió, pelando un chicle, me dijo: Tomá, pibe. Me daba unas fichas para jugar a los flippers. Tomé las fichas y le agradecí pero preferí quedarme sentado. Quería, primero, verlo partir. Porque me gustaba más eso – contemplar las partidas y las llegadas – que el ruido loco de los jueguitos.
Me acuerdo de la guerra de Malvinas cada vez que canto el himno Nacional. Cada vez que se dice “Al gran pueblo argentino, salud” se me arma en la cabeza esa fantasía que tuve en la escuela mientras sucedía la guerra. Un día nos hicieron hacer un simulacro de bombardeo. Nos dijeron que cuando se escuchara sonar la sirena de los bomberos en todo el pueblo – esa era la señal – el pueblo podía quedar a oscuras, si era de noche, porque la amenaza de un bombardeo sería inminente. Entonces, después de decir eso, la señorita Mercader nos hizo, a modo de prueba, echar a todos debajo de los bancos, con las manos cruzadas en la nuca. Cada vez que escucho “Al gran pueblo argentino, salud” imagino el fantasma de un avión inglés en el aire dispuesto a atacar.
Me acuerdo cuando monté por primera vez un caballo junto a mi hermano Javier. Mi hermano ya sabía andar, sabía, incluso, que a mí me daba miedo. Entonces insistió, insistió tanto que me dijo: Yo te llevo. Y confíe. Una vez arriba me aferré al cuerpo de mi hermano con todo, sentía ese olor áspero que le salía de la lana, y entonces arremetió por el campo. Cabalgamos por el campo. En movimiento las cosas se ven como si fueran nuevas.
Me acuerdo cuando Walter Perruelo me sacó de quicio una tarde de lluvia en el gimnasio del club San Lorenzo; me acuerdo de mi reacción y de lo que eso provocó, como algo inesperado, en su cara. Me acuerdo de que mi mano fue impulsada por una fuerza extraña. Me acuerdo de la impresión que sentí en los nudillos cuando mi mano chocó contra la cara de Walter Perruelo. No tardó mucho tiempo en formársele esa típica aureola oscura alrededor del ojo izquierdo.
Me acuerdo de la textura de la luz asomando entre las cúpulas de la iglesia mayor cerca de las siete de tarde y en primavera.
Me acuerdo de la lectura de un libro de Haroldo Conti, Mascaró; me acuerdo que llovía una lluvia de verano en el campo y era casi lo mismo eso que leía y ese aire, esa extrañeza que me rodeaba.
Me acuerdo de Mercedes Varela. Era la encargada de recitar poemas en la escuela. Cuando leía parecía otra persona. En lugar de decir, en tono argentino, yuvia, decía liuvia, porque, según Mercedes Varela, cuando se decía un poema en público había que hablar bien.
Me acuerdo de este sueño. Soñé, una vez, que de los cimientos de la casa de mi abuela en Italia salía un humo extraño. Dos días después de ese sueño que me inquietó, una estufa a kerosén ardió en una pieza de la casa de la misma abuela en Argentina. Hubo que llamar a los bomberos. Nunca pude entender si es que había una conexión entre esas dos formas de humo.
Me acuerdo de la noche en que murió el tío Paco. Esa noche, lejos de su velorio, yo aprendí a contar.
Otras entradas:
Ezio Neyra
Carolina Sanín
Andrés Felipe Solano
Carmen Boullosa
Sebastián Antezana
Martín Kohan
Sergio Chejfec
Margo Glantz
Me acuerdo del tío Paco, de su risa, del modo en que se lo recibía en casa cuando nos visitaba los domingos un rato antes del almuerzo, con esa alegría de recibir al que cuenta cuentos.
Me acuerdo de los teléfonos públicos. Recién a los veinte años tuve por primera vez un teléfono en mi casa. Pero antes de eso, cuando había que llamar a alguien – y llamar era un hecho extraordinario – el llamado se hacía desde la cantina del club Cerámica. Ahí había un teléfono público. Me acuerdo del sonido de los cospeles al entrar, del esfuerzo por discar los números, del jadeo entrecortado que se oía en la comunicación antes de que del otro lado alguien atendiera. Todo eso me provocaba un estremecimiento. Una leve alteración cardiaca.
Me acuerdo de una carrera de natación. Fue en la ciudad de Bragado. Yo corría pecho. Y esa vez el que ganaba siempre no corrió. Éramos tres y gané yo. Fue la única vez que al ganador le entregaban un diploma y no una medalla. Sentí cierta frustración. Y pensé que de alguna manera al no entregar una medalla como premio máximo todos sabían que el que merecía ganar era el que no había podido correr. Es decir, el que ganaba siempre.
Me acuerdo cuando construimos con mis hermanos y unos amigos del barrio una balsa en un pueblo pampeano que está bien lejos del mar. Pasamos toda una semana yendo a un monte a elegir la madera adecuada. Los ideólogos eran mis hermanos. El plan era navegar por el río Salado y llegar así a su desembocadura, llegar al mar. Teníamos ocho años.
Me acuerdo de la sensación de aburrimiento. Estar aburrido en un pueblo es dar vueltas una y otra vez alrededor de tu propia sombra, es dejar de percibir al tiempo. Por eso me acordé de Cioran. Aburrirse es mascar tiempo, dice.
Me acuerdo cuando iba por las tardes a la Terminal de Ómnibus de Chivilcoy a ver llegar y partir los colectivos. Me sentaba en una escalera y me pasaba horas ahí. Contemplando, como se dice, el movimiento. Una vez lo vi al Negro Granados. Estaba con su mujer, listo para viajar a La Plata. Yo me acerqué y lo saludé. Le dije: Soy el hijo de Lito. No entendió muy bien de qué le hablaba. No sabía quién era yo. Estaba nervioso por el viaje. Y vestido de un modo distinto. El Negro Granados era el protagonista de muchas historias que contaba, una y otra vez, mi papá. Era una especie de mito. De golpe se metió en un kiosco y cuando salió, pelando un chicle, me dijo: Tomá, pibe. Me daba unas fichas para jugar a los flippers. Tomé las fichas y le agradecí pero preferí quedarme sentado. Quería, primero, verlo partir. Porque me gustaba más eso – contemplar las partidas y las llegadas – que el ruido loco de los jueguitos.
Me acuerdo de la guerra de Malvinas cada vez que canto el himno Nacional. Cada vez que se dice “Al gran pueblo argentino, salud” se me arma en la cabeza esa fantasía que tuve en la escuela mientras sucedía la guerra. Un día nos hicieron hacer un simulacro de bombardeo. Nos dijeron que cuando se escuchara sonar la sirena de los bomberos en todo el pueblo – esa era la señal – el pueblo podía quedar a oscuras, si era de noche, porque la amenaza de un bombardeo sería inminente. Entonces, después de decir eso, la señorita Mercader nos hizo, a modo de prueba, echar a todos debajo de los bancos, con las manos cruzadas en la nuca. Cada vez que escucho “Al gran pueblo argentino, salud” imagino el fantasma de un avión inglés en el aire dispuesto a atacar.
Me acuerdo cuando monté por primera vez un caballo junto a mi hermano Javier. Mi hermano ya sabía andar, sabía, incluso, que a mí me daba miedo. Entonces insistió, insistió tanto que me dijo: Yo te llevo. Y confíe. Una vez arriba me aferré al cuerpo de mi hermano con todo, sentía ese olor áspero que le salía de la lana, y entonces arremetió por el campo. Cabalgamos por el campo. En movimiento las cosas se ven como si fueran nuevas.
Me acuerdo cuando Walter Perruelo me sacó de quicio una tarde de lluvia en el gimnasio del club San Lorenzo; me acuerdo de mi reacción y de lo que eso provocó, como algo inesperado, en su cara. Me acuerdo de que mi mano fue impulsada por una fuerza extraña. Me acuerdo de la impresión que sentí en los nudillos cuando mi mano chocó contra la cara de Walter Perruelo. No tardó mucho tiempo en formársele esa típica aureola oscura alrededor del ojo izquierdo.
Me acuerdo de la textura de la luz asomando entre las cúpulas de la iglesia mayor cerca de las siete de tarde y en primavera.
Me acuerdo de la lectura de un libro de Haroldo Conti, Mascaró; me acuerdo que llovía una lluvia de verano en el campo y era casi lo mismo eso que leía y ese aire, esa extrañeza que me rodeaba.
Me acuerdo de Mercedes Varela. Era la encargada de recitar poemas en la escuela. Cuando leía parecía otra persona. En lugar de decir, en tono argentino, yuvia, decía liuvia, porque, según Mercedes Varela, cuando se decía un poema en público había que hablar bien.
Me acuerdo de este sueño. Soñé, una vez, que de los cimientos de la casa de mi abuela en Italia salía un humo extraño. Dos días después de ese sueño que me inquietó, una estufa a kerosén ardió en una pieza de la casa de la misma abuela en Argentina. Hubo que llamar a los bomberos. Nunca pude entender si es que había una conexión entre esas dos formas de humo.
Me acuerdo de la noche en que murió el tío Paco. Esa noche, lejos de su velorio, yo aprendí a contar.
Otras entradas:
Ezio Neyra
Carolina Sanín
Andrés Felipe Solano
Carmen Boullosa
Sebastián Antezana
Martín Kohan
Sergio Chejfec
Margo Glantz