Intercambio: Saldaña París vs. Morales
Recientemente, el escritor mexicano Daniel Saldaña París y la escritora española Cristina Morales intercambiaron a pedido nuestro algunos correos. Hablaron, entre otras cosas, sobre ciertos sueños eróticos, los textos comisionados, y la vida en las residencias para escritores.
A continuación publicamos ese intercambio.
De: Cristina
Barcelona, 3 de agosto de 2014
Querido Daniel:
Muy oportuna la revista Mas Traviesa o Más Traviesa en proponerte que intercambies unas cuantas cartas con un colega para publicarlas, porque esas cartas ya están escritas, y hasta son recientes y hablan de temas de actualidad y están cuajaditas de pequeños delitos y apetitosas intimidades de los carteados (¿carteantes?), que sin duda interesarán a los lectores mas traviesos o más traviesos.
Cuando me propusiste a mí como corresponsal de esa publicación pensé exactamente eso: qué bien que ya está el encargo hecho. Releamos las cartas que nos llevamos escribiendo tú y yo desde hace unos meses sin mediar propuesta de nadie y seleccionemos las que más nos gusten, retoquemos donde veamos que nos desmadramos, quitemos los nombres propios que nos comprometen, profundicemos, si acaso, en algo que pueda merecer matices, y arreando. Así quise transmitírtelo, pero, maravillas de la comunicación escrita entre escritores, no nos entendimos. En tu última carta haces una enumeración de temas sobre los que, en efecto, ya nos hemos escrito, pero es a modo de guion para iniciar una escritura nueva. Y me pliego a tu idea, Daniel, porque anoche hice amago de releer nuestras cartas anteriores (en mi escritorio hay una carpeta que se llama “cartas a daniel”, aunque dentro están tanto las cartas a ti mandadas como las cartas de ti recibidas) y al empezar a leerme a mí misma me entró vértigo, y sólo te pude leer a ti, y a partir de tus cartas acordarme de qué podrían decir las mías. Caigo en la cuenta de que nunca releo una carta, ni lo hacía en los tiempos del sobre, antes de introducirla; ni lo hago en los tiempos del mail, antes de darle al botón de enviar; ni lo hago en esta etapa vital mía del Word antes de darle al botón de adjuntar archivo. Leer cartas que he dirigido a otro se me hace como cantar en un karaoke, ese sitio donde las listas plastificadas de las canciones están siempre tan grasientas.
Así que propongo que esta carta sea la primera de la corresponsalía que se publique y retomo tu enumeración: volvamos al sujetador que me dejé en tu casa y que no aparece, al Daniel real que habita en tu última ficción, al puteo del dinero que no ganamos con la literatura y a la enfermedad nerviosa que te ataca los sentimientos ideológicos. Y añado yo: contémosles a los lectores mas traviesos que nuestra correspondencia la inicié yo una fría noche desesperada en que sólo tú me prestaste oídos, ojos, voz misma, con tus poemas. Se estarán haciendo la perfecta idea de que somos amantes transatlaticomelancólicos.
Pero antes explícame una cosa: ¿qué es eso que me cuentas de que “los intercambios epistolares entre escritores están medio en boga”? ¿Será verdad, si yo no consigo que casi nadie me responda no ya a un email medio largo, sino a un mensaje de texto al móvil, y entre esos nadies muchos son escritores, porque muchos de mis pocos amigos lo son? ¿Acaso es una moda vintage, como la vuelta a las bicicletas con cestita, como la barba de cuáquero de Utah? En Barcelona se habla de hipsterización. ¿Es eso?
De todos modos, fíjate, Saldaña, que nuestro amorío transatlántico se ha convertido en trío. Ahora somos tú, yo y el lector. Y si en vez de lector hablamos de lectores, la cosa se convierte nada menos que en orgía. Y ya sabes que en los tríos, y en las orgías ya ni te cuento, siempre hay alguien que en algún momento se queda mirando.
Abrazo con choque de las crestas ilíacas,
Cristina
PD: Lo que más me gusta de Teresa de Jesús es su “Libro de la vida”, su primera obra; y lo que más me entusiasma de él es que la pava se ríe hasta de la Inquisición, que se dice pronto. Cuando una señora rica le regala unas joyas, la tía se burla de la banalidad de la señora. Cuando sus confesores le dicen que sus visiones son cosa del demonio, la tía se ríe de la ceguera de los confesores. Cuando le dicen que tema a los demonios, ella escribe, literalmente, “que ellos me temerán a mí”. Cuando le dicen que esta cosa o aquella se arregla con dinero, ella se ríe del dinero. Cuando se oyen pasos de los inquisidores rondándola, la tía dice que los espera sentada. Y se ríe de ella misma, de lo torpe que es y de lo mal que dice que escribe. Pero no estoy biografiando a la santa, Daniel, sino algo bastante más pecaminoso: novelándola.
PD2: A mí me exalta eso que dices de que el recuerdo de nuestra correspondencia te exalta.
De: Cristina
Barcelona, 12 de agosto de 2014
Estoy en una zapatería con pinta de antigua regentada por unas hermanas de juventud demorada a base de maquillaje, ropa de moda y charla ligera y progre. Me decido por las zapatillas más baratas, unos 18 euros. Me he probado el zapato derecho y le pido a la dependienta que me traiga el compañero. Mala suerte, el compañero no está. Me enseña entonces otros modelos, muy bonitos, de piel, de colores, suavísimos, pero que triplican los 18 euros. Le digo que no puedo pagarlo, que lo lamento. Mientras la tendera iba y venía del almacén sacándome zapatos, yo he reparado en una estantería de la tienda que tiene, en vez de zapatos, libros. Están manoseados y alguno tiene pegado en el lomo la signatura de una biblioteca, pero no son títulos del todo malos ni desfasados. Hay uno que me interesa: es una novela de Anagrama cuya portada se parece a Daniela Ástor y la caja negra de Marta Sanz, donde sale una foto en blanco y negro de una niña de unos cinco años que se abraza el pecho desnudo y que es Marta Sanz de niña, pero que en realidad está escrita por la poeta Luna Miguel. En la solapa interior espero encontrarme la foto de Miguel que conozco, pero en vez de eso hay una muchacha con pinta de leñadora canadiense con ortodoncia y sonrisa inocentísima.
Hay otro libro en la estantería que me interesa: el autor es Daniel Saldaña junto con otro que no recuerdo. Y no es exactamente un libro, sino algo más parecido a una libreta de cupones de descuento para turistas. La encuadernación consiste en una grapa, y no tiene ni una sola letra, sólo dibujos, ilustraciones de campo y monigotes saltarines. Como es pequeña, la arrugo un poco y me la meto en el bolsillo para que las hermanas tenderas no se enteren. Cuando finalmente vuelven con las manos vacías de zapatos que me puedan interesar, les digo que si por favor, después de tanta espera como me han causado y tanto mareo por el zapato izquierdo que yo quería, me regalaban el libro de la extraña Luna Miguel. Me dicen que bueno. De algún modo se dan cuenta de que me había metido en el bolsillo el cuadernillo de Saldaña y el otro autor y una de las hermanas me lo saca, arrugadito, pero me lo devuelve como si nada. Así que me voy de la zapatería sin zapatos pero con dos libros.
Lo siguiente es que estoy contigo en el DF, en un apartamento que no es el tuyo que conozco sino otro, una mezcla entre mi piso de Barcelona y el tuyo, con mucha luz y muchas cristaleras. Acabo de llegar, es primavera, el tiempo agradabilísimo. Y ya me cierra la biblioteca, Daniel, y tengo que entregar este protátil que me han prestado y dejar a medias el relato de mi sueño de anoche. Sigo en cuanto la logística me lo permita, aunque me gusta compartir los sueños con sus protagonistas en el mismo día, y a ser posible a la mañana siguiente. Mierda de prisa.
De: Cristina
Barcelona, 12 de agosto de 2014 a las nueve y cuarto de la noche
Tú y yo en el DF en un apartamento de puta madre, todo acristalado, todo lujo de telenovela. He venido desde Barcelona para verte y tú me has ido a buscar y ahora al fin estamos a solas. Yo tengo la sensación de que venir ha merecido la pena y me siento como en mi mejor momento de amante fanática, cuando tenía 20 años y cogía aviones y autobuses y me disfrazaba y me gastaba los cuartos que no tenía sólo por reventarme de gusto y de sensación de libertad y de reina del mambo y reventar de gusto al otro, pero eso en segundo lugar. Echamos un polvo en mitad del salón de cristales, a mediodía que sería. Es un polvazo, o sea. Es, de hecho, el mismo polvo que eché con mi marido el día de la noche de este sueño, es decir ayer, en mitad de mi salón: los dos de pie, sin ningún apoyo más que el de nuestras piernas o el apoyo del uno en el otro. En el sueño follamos tú y yo así pero muy ligera y silenciosamente y desapasionados, y casi completamente vestidos. En cuanto terminamos de follar, recibes una llamada al móvil. La voz del interlocutor trasciende el aparato de modo que yo también puedo escucharla: es tu mujer y te refieres a ella como Julia o Juliana. Le dices que sí, que acabo de llegar, que estoy en casa, y al oír eso yo exclamo ¡hola!, saludándola. “Te dice hola”, le dices tú a Julia o Juliana.
Lo siguiente es que estoy con tu mujer en una casa rica y estrambótica. Julia(na) es asiática, con la cara chata, algo así como filipina. Tiene media melena lisa y negrísima, me habla muy amablemente y me conduce por las estancias de la fiesta que se está celebrando en la mansioncita, y todo el tiempo tengo la certeza de que ella sabe que tú y yo nos estamos acostando. La casa tiene muchos muebles de muchos estilos distintos, escaleras donde no te las esperas y cierto desorden tarado, de ama de casa locuela. La siguiente habitación a la que entramos es el salón de mi casa en Barcelona: dos sillones reciclados de la basura, dos sillas recicladas de la basura, una mesita reciclada de la basura y el enorme mueble de madera y de posguerra que la propietaria nos dejó y que es un puro agujero negro. Apareces entonces tú en pijama, pero no como recién levantado sino con la energía propia de un superhéroe. El pijama es rosa chicle con estampados color pastel y tú no eres físicamente tú sino mi marido, pero, insisto (el sueño insiste), eres tú. Vienes a buscarme para irnos por ahí, y ya claramente sabe Julia(na) que estamos enrollados, pero ni se opone ni monta una escena ni nada, más bien se resigna burocráticamente. Tú la saludas como si nada, adiós, nos vamos, ya volveremos, ¿todo bien?, sí, gracias por todo, chao, chao. Fin del sueño.
Vamos tres Cartas Mas Traviesas a cero (o, a lo mejor, cuando salga a pillar wifi de aquí a un momento al centro cívico para poder mandarte esta, has respondido, y será tres a uno). Yo doy por publicables estas tres que te llevo enviadas (distinguibles de las anteriores porque llevan un encabezado de fecha y lugar), con estas menciones metaepistolares incluidas, y tampoco veo mal que no haya una correspondencia simétrica. O sea, que vayamos tres a cero. Tú escribe cuanto quieras cuando quieras, faltaría más. Pero conste que te echo de menos, que me veo espadachina de exhibición, boxeadora no ya sin rival, sino sin sparring siquiera, boxeadora entrenando frente al espejo.
Se me olvidó sorprenderme en mis cartas anteriores sobre el hecho de que no apareciera mi sujetador en tu casa. No puedo jurar que no me lo dejara en el hotel Xalapa de Xalapa (buenísima inventiva la de los gerentes hoteleros, buenísima identificación de los intereses particulares con los del todo, brillante ejercicio mercadotécnico, brillante ejercicio liberal), ni puedo jurar que recordara llevarlo en el DF, hospedada en tu apartamento, pero cuando abrí la maleta ya en Barcelona sí que lo juraba y lo visualizaba encima de tu cómoda. Este habrá sido el segundo fenómeno sobrenatural o súpernatural, según se mire, con mi ropa interior y mis residencias temporales en el año 2013.
Esta carta no dice ni media palabra sobre literatura.
Te abraza,
Cristina.
PD: El reloj del ordenador indica que he empleado una hora exacta en escribir esto. ¿Soy lenta o rápida? Cuenta con que ni releo ni corrijo.
De: Daniel
México DF. Miércoles 13 de agosto. 00:26 am.
Tres a uno, sea. Doy por bueno el resultado —provisional— que con sana unanimidad has escogido. Pero aquí hago mi modesto intento de poner el tanto en mi porción de ese pizarrón imaginario que lleva la cuenta de nuestra correspondencia. Y además, según los estamentos de mi improvisado sistema de valores, esta carta vale doble porque la escribo en pijama, que no es poca cosa.
Hoy estuve con un tipo que me habló sobre su personal versión del animismo sintoísta. Nunca supe bien de qué se trataba la cosa, en realidad, pero proyecté el núcleo temático de su conversación hacia mis propios intereses, y entonces recordé cierto río chiapaneco, cerca de Palenque, muy rico en sales minerales (estoy falseando la explicación científica), en cuyo cauce las cosas se sedimentan e incluso petrifican en un lapso de tiempo relativamente breve —relativamente para el tiempo que normalmente tardan las cosas en petrificarse, claro—. En fin: que en ese río había objetos de consumo cotidiano, caídos hace quizás un lustro, recubiertos por una firme capa de enmohecida piedra, con lo cual uno podía encontrar botellas de Coca-Cola o popotes de plástico convertidos en fósiles instantáneos, y ese ligero engaño de la biología me atrae como metáfora de una estética: hacer pasar por viejo y hasta por venerable algo arrancado a lo más trivial del mundo contemporáneo. No sé por qué estoy hablando de esto.
En fin. Tu corpiño, lo juro (vaya, qué solemne me pongo), no apareció en mi casa. Ni en el color hueso anunciado ni en ninguno otro. Pero reconozco que la culpa puede ser mía: últimamente no aparecen muchas cosas que yo daba por aparecidas, en mi casa, y el régimen de extravíos se ha vuelto ya ridículo. Pierdo cosas que hasta hace dos momentos se balanceaban en mi campo visual inmediato. Como un imbécil. En un esfuerzo por remediarlo he comprado cajas, e incluso cajitas, como si separar las cosas en compartimientos fuera bastante para conservarlas.
Cambiando de tema: me voy a ir pronto al campo, Cristina, y eso me aterroriza. ¿Debo ceder a mi pulsión bucólica? ¿Escribir sobre el sonido de los sapitos? ¿De los pinches SAPITOS, por ejemplo?
Aquí lo dejo esta noche. Pero por favor acepta esta carta, aunque resulte insuficiente después de las tres que me asestaste.
Beso,
D.
De: Daniel
Miércoles 13 de ago. de 14. 6:35 am
Cristina:
Vuelvo a la carga al cabo de casi seis horas de sueño y ya sin los niveles de alcohol en la sangre que me dictaran la primera carta (tequila blanco, cuatro caballitos durante la cena). Ahora, además, estoy en mi horario de escritura, el único momento del día en que logro sentarme con cierta disciplina, medio adormecido, a trabajar una o dos horas seguidas sin caer en la tentación de ver pornografía o redes sociales (que es lo mismo).
Me gusta tu sueño. Me gusta Julia(na), mi mujer filipina de cara chata. Últimamente ejerzo mucho de personaje de ficción, Cristina, y no sólo de la mía. El asunto me pone un poco nervioso, pero me divierte. Un amigo portugués, Joao Tordo, publicó una novela cuyo protagonista es un tal Saldaña París, escritor mexicano afincado en Galicia que estuvo casado con una Teresa. Y luego una amiga me pregunta que si puede usarme en un cuento y yo le digo que sólo si salgo de pirata. Y ahora tu sueño, que no es exactamente ficción porque los sueños suceden y no son modificables, pero en fin.
Mis achaques han regresado con renovados bríos. Ahora las manos —no sé si te lo dije en algún mail previo, de los pre-Traviesa— se me inflaman misteriosamente durante la noche y amanezco con una movilidad muy restringida y un puto dolor de toma pan y moja. Hoy mismo, de hecho, tengo que ir al médico a ver qué carajos me pasa. Por lo pronto, la dolencia tiene por consecuencia que no puedo señalar. Llevo varios días sin señalar nada, sin poder apuntar con el índice. Una cosa medio risible. En vista de esto, decidí que tenía que hacer algún tipo de actividad física y —ay, carajo— me metí a unas clases de yoga. No estoy acostumbrado a hacer nada en lo que me sienta tan torpe (salvo sostener relaciones emocionales de pareja), pero debo reconocer con cierta vergüenza que me divierto y que lo del yoga me ha dado una especie de tregua de la neurosis.
Qué envidia que recuerdes tan nítidamente los sueños. Justo ayer le decía yo a alguien que estoy harto de dormir, en general, porque nunca recuerdo nada de lo que sucede durante esas seis horas. Cuando iba a psicoanálisis recordaba un poco más mis sueños, pero cuando iba a psicoanálisis mis sueños eran terribles. Mi psicoanalista era una sádica (su única virtud) que me despachaba a los quince minutos de sesión cobrándome una fortuna. Allá en España, por lo que tengo entendido, no tienen tantos lacanianos, ¿cierto, Cristina? A lo mejor emigro. Parece razón suficiente.
7:12 de la mañana. Tú escribiste tu carta en una hora, me dices. Una saludable lentitud. La de ayer, además de medio borracho, la escribí demasiado aprisa, pero es que me quemaba tener tres al hilo tuyas en la bandeja de entrada, sin contestar, y estarme quedando atrás en este intercambio que se perfilaba ya como un monólogo tuyo. Aunque tampoco hubiera estado nada mal mandar a Traviesa sólo tus cartas, al cabo de un mes de silencio mío.
Dime cómo vas con tu Teresa de Jesús novelada. Me interesa ese proyecto. Y me gusta el hecho de que sea por encargo. Me gustaría, creo, escribir una novela por encargo, con tema o personaje asignado; quizá sería más fácil así (¿lo es?).
Va un abrazo,
Daniel.
De: Cristina
27 de agosto de 2014, Barcelona
Daniel estimadísimo:
¿Qué te ha dicho el médico sobre tus dolores? Tan pronto te leí hace dos semanas quise preguntártelo. Leí tu carta en el teléfono móvil durante una proyección en un cine de verano. La película chilena que estaban echando (I am from Chile) era, horripilante no, lo siguiente, y me dediqué a leer tu carta dos o tres veces (la primera lectura siempre es velocísima, una lectura como a tientas de la que sólo saco sensaciones, adivinanzas sobre tu estado de ánimo y sobre tu percepción de mi carta anterior) y a fumar porros y a beberme una botella de vino. Pero el pequeño colocón no me dejaba escribir con tino, y menos en la pantallita del teléfono tan chica. Ojalá que el médico te haya mandado química de la buena. Hay que saber combinar la química con el yoga. Sin duda te agradecerá el cuerpo un poco de estiramientos y torsiones. Yo no puedo pasar sin bailar. Hago danza contemporánea (¿“hacer danza” puede tomarse como sinónimo de “bailar”?) desde hace varios años, sin rebasar nunca el nivel intermedio. Si no, estas horas y horas y horas y horas que me paso sentada, leyendo y escribiendo, me tendrían ya paralítica. También voy en bici a todas partes, porque ir en el metro sin pagar me pone muy nerviosa: los de la empresa metropolitana de transportes (los mismos que demolieron la casa okupa Can Vies de mi barrio) han conseguido infundirme el miedo al revisor y a la multa de cien euros. Desde hace unas semanas estoy en ese combate: conseguir ir en metro sin pagar (esa es la parte fácil) y sin miedo (esa es la parte difícil), porque las playas buenas quedan lejos y hay que coger el tren o morir bicicleteando bajo el mediterráneo sol de agosto.
Yo nunca hice yoga ni traté con lacayos de Lacan, que no sé por cuántos se cuentan en España. Ah, ya me acuerdo de cómo quería empezar mi carta la noche del cine de verano: ¿Cómo es que te quieres venir a vivir a España? ¿No llegan a Méjico las noticias del 27 por ciento de paro, de la desaparición de los derechos laborales y las becas, de las listas de espera en los hospitales, de la subida de los impuestos directos e indirectos, de la liberalización del mercado de los insumos básicos, de – en lo que a nuestros intereses profesionales se refiere – la decrepitud del mundo editorial? Por esto último, claro, no se interesa la prensa, que, entre otras cosas, pertenece a los mismos emporios editoriales. Ven a vivir a España, sí, pero si no tienes que trabajar para vivir. En ese caso, perfecto, porque este es un país de camareros cuya única vocación es portar una bandeja rebosante de vasos rebosantes de cerveza, mmmmm, qué bien entra al medio día en una terracita con vistas al mar o a la pantalla de plasma en la que juega el Barça. Sin dejar estas mierdas aparte, te digo: si te vinieras a vivir a Barcelona, yo estaría felicísima, te lo enseñaría todo, te inculcaría mi odio al metro y a los turistas, te llevaría a las farras de las casas okupas, nos bañaríamos en bolas en la playa, nos colaríamos en todos los cócteles que organizan las editoriales (únicas ocasiones en las que puedo beber destilados, de lo caros que son en los garitos – 7, 10, 15, 18 euros un gintónic barcelonés) y robaríamos libros en los centros comerciales. No me atrevo a robarlos en otro lugar.
Decrepitud del mundo editorial y yo no puedo quejarme, porque ahora mismo tengo un encargo, pero quiero quejarme, pero no en esta carta Mas Traviesa, que tiene visos de publicarse y en fin. Otra vez el miedo. Cuántas veces ha aparecido ya el miedo en esta carta. Me preguntas por mi Teresa de Jesús, por si tener tema y personaje asignados facilita la escritura. Ni a palos. Yo había escrito por encargo pequeñas cosas, es decir, relatos, pero con consignas flexibles: extensión mínima y máxima, plazo y tema relacionado con lo que fuera. Pero en este caso se me ha indicado hasta el tono, la voz en primera persona y con una edad determinada, los acontecimientos vitales que se deben consignar, su claridad explicativa, y por supuesto, aunque provisional, el título. Estuve a punto de no aceptar el encargo, de lo constreñida que me sentía. Hasta lágrimas me costó, hasta debate existencial, hasta pequeños cónclaves con colegas escritores y solitarios deambulares. Pero luego, al más puro estilo teresiano, hice de mi capa un sayo: piqué los adoquines del encargo y con ellos levanté una trinchera desde la que disparo. Ahora estoy contenta, ya casi terminé la novela, que he escrito con excitación. Satisfecha con el trabajo hecho. Otra cosa será lo que me diga la editorial cuando la lea. Esa será otra etapa. Si hay algo que no le gusta, ¿hasta dónde estaré dispuesta a hacer cambios o admitirlos? Lo llaman editing y, una vez más, me da miedo.
Que estés mejor de tu mano, Daniel. Te lo deseo de corazón. Porque, claro, con la mano tan dolorida, ¿puedes escribir?
Beso, beso.
Cristina
PD: Igual no te interesa un pijo, pero me han entrado ganas de mandarte ese retrato de dos personajes de mi Teresa de Jesús: Antonio Ares Pardo y Luisa de la Cerda. A mí el cuadro en cuestión, de autor desconocido, me hipnotiza.
De: Daniel
23 de sep. de 14
Cristina querida:
Me gusta el ritmo, lentísimo, de nuestra correspondencia (que, sospecho, ha comenzado a inquietar a los amigos de Traviesa, que me escriben preguntando qué pasa). No me gusta porque emule el ritmo pausado de las cartas postales, nostalgia que no me interesa, sino porque entre un mail y otro nos pasan muchas, demasiadas cosas, y por tanto es más fácil renunciar a la glosa inútil y centrarse en las cosas que importan, que son las recurrentes y las que nos repiquetean por dentro, como los miedos que enlistas en tu previa misiva.
Ahora estoy en el campo, al norte de Nueva York, entregado a lo bucólico, o más o menos. Me paso el día contando venados e insultándolos a la distancia, porque siempre me ha parecido una actitud divertida insultar a la naturaleza con recelo, desde la comodidad del techado.
Estoy aquí para escribir, supuestamente, pero la verdad es que cada vez escribo menos, leo más y paso más tiempo pensando si de verdad quiero ponerme a escribir una novela ahora mismo. Además, encuentro un ligero placer en no aprovechar esta residencia que algún millonario gringo patrocina; la ingenua confianza de esta gente en la Eficacia como concepto rector de todo lo que hacen se convierte en una invitación a la pereza demasiado tentadora. Si llenara páginas estaría cumpliendo, y terminaría por sentir un poco de desprecio por las páginas escritas, pues las consideraría fruto del progreso.
Pero la verdad estoy presumiendo una ideología que tampoco acato. Algunas páginas he llenado, procurando nada más que no traten de nada.
Mi mano mejoró con una saludable inyección de cortisona, y aunque he tenido ocasionales recaídas en los dolores articulares, comienzo a habituarme a la idea de que son de origen neurótico y lo mejor que puedo hacer es chingarme dos Ibuprofenos y un ansiolítico a media tarde, dormir ocho horas seguidas y despertar un poco más suave, como alaciado por el desmayo inducido. Quizá esta resignación tenga algo que ver con que, desde que cruzamos la última carta, cumplí 30 años. (O no tiene nada que ver, en verdad, y sólo aprovecho este párrafo para transmitirte mi pasmo ante esa noticia; tengo la superstición de los números redondos, como todas las almas simples, y ahora paseo por los campos con la jeta hierática del que siente que está “pasando por algo”).
Para vivir tan nítidamente los miedos de los que hablas me parece que eres una mujer, en resumen, valiente. Al menos me hecho esa idea de ti, quizá por el desparpajo preciso de tu prosa y porque robas libros. Yo antes robaba libros, en Madrid, pero se me pasó el asunto (o quizá solamente empecé a ganar un poco más de dinero, quién sabe) y ahora es más común que los compre, los pida prestados y los robe pero de mi trabajo, que es casi lícito.
No creo que vaya a vivir a España, en realidad. O quizá dentro de mucho tiempo. Es sólo un antojo que cada tanto me ataca pero que se disuelve cuando considero racionalmente el asunto. La España a la que me gustaría volver, según me han contado, no existe, así que no tiene mucho caso ir hasta allá para pasarla pésimamente si puedo hacer lo mismo en cualquier sitio. Salvo tal vez en este campo plagado de venados, en esta residencia en la que me alimentan tres veces al día y puedo encerrarme a masturbarme y ser felizmente improductivo varias horas al día.
Me gustaría, eso sí, conocer tu Barcelona, aunque no te prometo que vaya a colarme sin pagar al metro siempre (mis miedos, ay, son un poco más atenazantes, me parece).
Ya quiero leer el resultado de tu encargo novelístico. No me imagino muy bien por dónde va el asunto. Pero quiero leer la versión previa al mentado editing, que espero no resulte demasiado salvaje.
Van besos campestres,
Daniel.
PD. En realidad hoy no tengo ningunas ganas de hablar del oficio, si tal cosa existe, así que perdona si esta carta resulta insustancial o aburrida.
De: Cristina
Barcelona, 27 de septiembre de 2014
Daniel:
Respondo a tu última carta sin ella delante. Como la leí en un ordenador de la biblioteca, y como ese ordenador no tenía instalado el Word sino OpenOffice, al guardarla en un pendrive y quererla abrir ya en casa y con más calma, resulta que mi ordenador no reconoce el archivo ODT ese, y el marco de Word se queda en azul y me lanza mensajes de que no sabe qué coño le estoy dando. Será que mi Word es antigüito.
Como no tengo internet para volver a descargarla, y como se está a gusto en pijama un sábado por la mañana, te respondo a lo que recuerdo: que estuviste en una residencia para escritores en Nueva York, pero no donde los rascacielos sino en el campo (lo de que Nueva York tenga terrenos no urbanizables me ha descolocado un poco), que odiaste en silencio a los ciervos, que te has estado tocando los huevos a base de bien, que me llamabas mujer valiente, que te gustaría leer mi novela por encargo antes de una eventual (Dios no lo quiera) remodelación de la misma por parte de quien me la encargó. Que si no me parecía aburrida la dicha carta, me decías también, y te burlabas de la Eficacia o de la Eficiencia (recuerdo la “e” mayúscula). Y que no va en serio que te mudas a España porque según te dicen, la España que tú recuerdas ya no existe. Cuando leí eso me descoloqué también: pareciera que lo dice alguien que estuvo en España por última vez hace veinte años. Será que para mí el tránsito hacia la decadencia no ha sido brusco por haberlo tenido diariamente delante de las narices (y esto me hace maliciar – no sé muy bien cómo usar, ni con qué preposición, el verbo maliciar, lo he adoptado recientemente por haberlo leído muchas veces en una novela de Alberto Olmos –, me hace maliciar, digo, de lo que tuvo de tránsito la honorable Transición española – la mayúscula es de los libros de Historia – la mayúscula es de los libros de historia).
Cierro el paréntesis ya demasiado farragoso fuera de él: Digo que por qué lo de la muerte de Franco se llamó Transición española y lo de ahora se llama simplemente crisis, sin histórica mayúscula esdrújula. Está claro por qué y no nos vamos a detener en ello en esta quizás última carta de nuestra correspondencia Mas Traviesa, pero a lo que iba: que el otro día leía una entrevista a un poeta español de mi misma edad que decía que nuestra generación es inofensiva porque no había sufrido nada, lo ha tenido todo dado. Tuve que reconocer una vez más que no todos los que tienen 28 años y dos carreras sufren por la subsistencia en España. Y hube de enfadarme una vez más por que alguien de 28 años y dos carreras se pusiera a hablar en plural, como portavoz de todos los que tenemos 28 años y dos carreras, atreviéndose a decir que “somos” o que “no somos”, que “tenemos” o que “no tenemos”. Cómo detesto eso, las vocaciones de portavocía, que no ocultan sino una vocación política y de liderazgo. No merece la pena entrar en el contenido de la declaración del poeta español: que somos inofensivos. No merece la pena, pero dediquémosle una línea: ¿inofensivos para quién? ¿Qué considera este poeta portavoz de su generación que es una ofensa? ¿Cuál generación considera que sí fue ofensiva, y ofensiva para qué o contra qué? Me quito el sombrero y hasta las bragas me quito: todo buen portavoz debe dejar las cosas dichas a medias, no sea que al llamar a alguna cosa por su nombre alguien se sienta excluido y quiebre la cómoda generalización. Lo fácil es hablar en plural (ah la fantasía de lo universal, de los temas universales, de la literatura universal, de la Miss Universo). Lo difícil es hablar en una singularísima primera persona: cuénteme, señor portavoz de mi generación, con cuánto dinero viven usted y su familia al mes. Cuénteme si se emociona cuando sale Pablo Iglesias en la tele (el líder político de moda en España, un prenda). Cuénteme si canta los goles de la desahuciada selección española de fútbol. Dije que le dedicáramos una línea y ya llevo diez. Me callo, que me caliento.
Me conmoví, te lo dije en un email rápido, con tu carta que ahora recuerdo. Me conmueve precisamente la radical individualidad con la que te enfrentas a la escritura y la juzgas: tu ojo solo, sin lentes de aumento. Tu claudicación, o ni eso: tu dejadez frente a la lógica productiva, en este caso literaria. Dice un colega mío que por qué cojones está mal visto que él se pase el día solo en su casa chutándose heroína. Por qué tiene que estar mal visto, pues, que Daniel Saldaña se fume una residencia artística mirando los ciervos. Tiene eso algo de aristocrático, de vivir de las rentas (en tu caso, de lo ya escrito), pero de aristócrata díscolo: un Bakunin. Un hijo pródigo, Saldaña. ¿Te gusta imaginarte como un Cioran, nunca trabajando, siempre viviendo de su esposa y de las becas? Pero ah, me temo que la fantasía dura poco: tanto como la manutención del mecenas yanqui. A mí hace tiempo que no me dan una residencia artística, pero a partir de cierto momento me las tomé como vacaciones, porque en efecto una se pasa el día trabajando (escribiendo, cocinando, limpiando, traduciendo) como para encima tener que rendirle cuentas a la Eficacia en unas semanas a gastos pagados. Vaya por delante que estoy deseando que me bequen otra vez y que benditas sean las residencias artísticas. Que yo ni dignifico el trabajo ni creo que el trabajo dignifique, puafff.
Hemos de ir buscando un cierre para darle las cartas a la revista, me decías también. Esa era mi intención, ir cerrando, pero ya ves, novelista mal acostumbrada está hecha una y no hago sino abrir líneas discursivas nuevas. Tú eres más breve, tienes más puntería, poeta. Cierra tú con una última carta, Daniel, si tienes ganas. Y si no tienes ganas, valga este abrazo que se estrechará aun más en nuestras cartas fuera de foco, y este punto y final.
De: Daniel
30 de sep. de 14
Querida:
Sigo en el lugar de los ciervos, o los venados (no sé la diferencia; apenas los distingo de los alces). Sigo sin hacer demasiado y tocándome los cojones, como dices, literal y figuradamente.
Qué ridículo suena a veces lo que te escribo cuando tienes el tino de repetirlo; se magnifica mi dramatismo cuando lo leo en otros. Eso de que la España a la quiero ir no existe ya: me refería, con palabras demasiado infladas, a que cuando viví ahí no pegaba todavía la crisis, o no era oficial al menos. Y, en otro nivel, pensaba al decirlo en que ya no está la gente con la que estuve ahí, porque todos se fueron a otros países (y me da un poco de hueva hacer nuevos amigos, la verdad; tú fuiste una excepción insólita a mi reticencia a lo nuevo, de hecho. Hace un año de eso: por estas fechas, o casi, estábamos en el Hay Festival de Xalapa, ¿no es cierto?).
También me molesta mucho esa vocación de portavocía que dices y que detecto por todas partes últimamente. La necesidad de trazar el diámetro de lo discutible que tienen algunos escritores, para decir que todo lo que queda fuera no interesa. Y el afán pedagógico de otros, carajo. En Twitter leía hace poco a un autor mexicano que enlistaba los cuatro títulos recientes de narrativa mexicana “que todos tendríamos que estar discutiendo”. ¡Que los discuta él y nos deje a los otros en paz con su pinche necesidad prescriptiva!
Hubo aquí una especie de reunión con el gringo millonario que patrocina la residencia y la situación, previsiblemente, me sacó un poco lo punk. Un puñado de snobs discutiendo literatura en términos mercantilistas: cuánto vende y cuánto vendió tal autor, cuánto le dieron de adelanto a tal otro. Inversionistas de Wall Street metidos a editores. Después de la cena, tras explicar que, básicamente, los países de los que provenimos sus patrocinados son una mierda, el millonario contó que su hijo está en la cárcel y es un enfermo mental. Vaya. Y yo que estaba a punto de pedirle trabajo recogiendo manzanas en una de sus granjas cuando va y me destroza el sueño americano.
Confías demasiado en mí para cerrar esta correspondencia contundentemente, querida. Me pasa en estos días que tengo de nuevo un extraño recelo con respecto a mi propia escritura. Me releo y todo me parece farragoso y forzado. Pero bueno, supongo que hay rachas.
Empecé a leer tu biografía de Santa Teresa. Ya será otra carta la que dé cuenta de ello, para no adelantarle demasiado a los H. Lectores antes de que se publique el libro. Por lo pronto sólo diré que me entusiasma mucho leerte detrás de esa otra voz, como escondida pero apareciendo cada tanto con declaraciones que te calzan a la perfección, en las que te reconozco.
Anoche tuve un sueño raro, Cristina, en el que aparecías, y por eso me desperté y me puse a escribir estas líneas finales en vez de hartarme de café frente a los venados o hacer yoga en la alfombra del cuarto. Estábamos en un país de Europa del Este, me parece, precisamente en una residencia para escritores en la que habíamos coincidido. Era una casa de paredes muy gruesas y muy frías, de cemento sin pintar, y estábamos ahí solos, en pijama, de noche. Nos encontrábamos en la cocina y nos quedábamos hablando, pero de pronto había un terremoto y salíamos alarmados a un patio frente a la casa. El terremoto degeneraba rápidamente en un estallido social con saqueos y crímenes de una malévola gratuidad (esto puede haber sido provocado por un libro de Jelinek que estuve leyendo antes de dormirme). Tú me instabas a recorrer las calles y registrar el caos, a lo que yo explicaba que nunca salía en pijama de casa y el fin del mundo no sería la excepción. Total que nos despedíamos en el patio frente a la residencia y tú te ibas hacia las rebeliones mientras yo volvía a la casa de paredes frías convencido de que mis pantuflas no eran lo suficientemente gruesas para estar demasiado a la intemperie.
Y ya. No escribo más.
Tuyo,
Daniel.
Otros intercambios:
A continuación publicamos ese intercambio.
De: Cristina
Barcelona, 3 de agosto de 2014
Querido Daniel:
Muy oportuna la revista Mas Traviesa o Más Traviesa en proponerte que intercambies unas cuantas cartas con un colega para publicarlas, porque esas cartas ya están escritas, y hasta son recientes y hablan de temas de actualidad y están cuajaditas de pequeños delitos y apetitosas intimidades de los carteados (¿carteantes?), que sin duda interesarán a los lectores mas traviesos o más traviesos.
Cuando me propusiste a mí como corresponsal de esa publicación pensé exactamente eso: qué bien que ya está el encargo hecho. Releamos las cartas que nos llevamos escribiendo tú y yo desde hace unos meses sin mediar propuesta de nadie y seleccionemos las que más nos gusten, retoquemos donde veamos que nos desmadramos, quitemos los nombres propios que nos comprometen, profundicemos, si acaso, en algo que pueda merecer matices, y arreando. Así quise transmitírtelo, pero, maravillas de la comunicación escrita entre escritores, no nos entendimos. En tu última carta haces una enumeración de temas sobre los que, en efecto, ya nos hemos escrito, pero es a modo de guion para iniciar una escritura nueva. Y me pliego a tu idea, Daniel, porque anoche hice amago de releer nuestras cartas anteriores (en mi escritorio hay una carpeta que se llama “cartas a daniel”, aunque dentro están tanto las cartas a ti mandadas como las cartas de ti recibidas) y al empezar a leerme a mí misma me entró vértigo, y sólo te pude leer a ti, y a partir de tus cartas acordarme de qué podrían decir las mías. Caigo en la cuenta de que nunca releo una carta, ni lo hacía en los tiempos del sobre, antes de introducirla; ni lo hago en los tiempos del mail, antes de darle al botón de enviar; ni lo hago en esta etapa vital mía del Word antes de darle al botón de adjuntar archivo. Leer cartas que he dirigido a otro se me hace como cantar en un karaoke, ese sitio donde las listas plastificadas de las canciones están siempre tan grasientas.
Así que propongo que esta carta sea la primera de la corresponsalía que se publique y retomo tu enumeración: volvamos al sujetador que me dejé en tu casa y que no aparece, al Daniel real que habita en tu última ficción, al puteo del dinero que no ganamos con la literatura y a la enfermedad nerviosa que te ataca los sentimientos ideológicos. Y añado yo: contémosles a los lectores mas traviesos que nuestra correspondencia la inicié yo una fría noche desesperada en que sólo tú me prestaste oídos, ojos, voz misma, con tus poemas. Se estarán haciendo la perfecta idea de que somos amantes transatlaticomelancólicos.
Pero antes explícame una cosa: ¿qué es eso que me cuentas de que “los intercambios epistolares entre escritores están medio en boga”? ¿Será verdad, si yo no consigo que casi nadie me responda no ya a un email medio largo, sino a un mensaje de texto al móvil, y entre esos nadies muchos son escritores, porque muchos de mis pocos amigos lo son? ¿Acaso es una moda vintage, como la vuelta a las bicicletas con cestita, como la barba de cuáquero de Utah? En Barcelona se habla de hipsterización. ¿Es eso?
De todos modos, fíjate, Saldaña, que nuestro amorío transatlántico se ha convertido en trío. Ahora somos tú, yo y el lector. Y si en vez de lector hablamos de lectores, la cosa se convierte nada menos que en orgía. Y ya sabes que en los tríos, y en las orgías ya ni te cuento, siempre hay alguien que en algún momento se queda mirando.
Abrazo con choque de las crestas ilíacas,
Cristina
PD: Lo que más me gusta de Teresa de Jesús es su “Libro de la vida”, su primera obra; y lo que más me entusiasma de él es que la pava se ríe hasta de la Inquisición, que se dice pronto. Cuando una señora rica le regala unas joyas, la tía se burla de la banalidad de la señora. Cuando sus confesores le dicen que sus visiones son cosa del demonio, la tía se ríe de la ceguera de los confesores. Cuando le dicen que tema a los demonios, ella escribe, literalmente, “que ellos me temerán a mí”. Cuando le dicen que esta cosa o aquella se arregla con dinero, ella se ríe del dinero. Cuando se oyen pasos de los inquisidores rondándola, la tía dice que los espera sentada. Y se ríe de ella misma, de lo torpe que es y de lo mal que dice que escribe. Pero no estoy biografiando a la santa, Daniel, sino algo bastante más pecaminoso: novelándola.
PD2: A mí me exalta eso que dices de que el recuerdo de nuestra correspondencia te exalta.
De: Cristina
Barcelona, 12 de agosto de 2014
Estoy en una zapatería con pinta de antigua regentada por unas hermanas de juventud demorada a base de maquillaje, ropa de moda y charla ligera y progre. Me decido por las zapatillas más baratas, unos 18 euros. Me he probado el zapato derecho y le pido a la dependienta que me traiga el compañero. Mala suerte, el compañero no está. Me enseña entonces otros modelos, muy bonitos, de piel, de colores, suavísimos, pero que triplican los 18 euros. Le digo que no puedo pagarlo, que lo lamento. Mientras la tendera iba y venía del almacén sacándome zapatos, yo he reparado en una estantería de la tienda que tiene, en vez de zapatos, libros. Están manoseados y alguno tiene pegado en el lomo la signatura de una biblioteca, pero no son títulos del todo malos ni desfasados. Hay uno que me interesa: es una novela de Anagrama cuya portada se parece a Daniela Ástor y la caja negra de Marta Sanz, donde sale una foto en blanco y negro de una niña de unos cinco años que se abraza el pecho desnudo y que es Marta Sanz de niña, pero que en realidad está escrita por la poeta Luna Miguel. En la solapa interior espero encontrarme la foto de Miguel que conozco, pero en vez de eso hay una muchacha con pinta de leñadora canadiense con ortodoncia y sonrisa inocentísima.
Hay otro libro en la estantería que me interesa: el autor es Daniel Saldaña junto con otro que no recuerdo. Y no es exactamente un libro, sino algo más parecido a una libreta de cupones de descuento para turistas. La encuadernación consiste en una grapa, y no tiene ni una sola letra, sólo dibujos, ilustraciones de campo y monigotes saltarines. Como es pequeña, la arrugo un poco y me la meto en el bolsillo para que las hermanas tenderas no se enteren. Cuando finalmente vuelven con las manos vacías de zapatos que me puedan interesar, les digo que si por favor, después de tanta espera como me han causado y tanto mareo por el zapato izquierdo que yo quería, me regalaban el libro de la extraña Luna Miguel. Me dicen que bueno. De algún modo se dan cuenta de que me había metido en el bolsillo el cuadernillo de Saldaña y el otro autor y una de las hermanas me lo saca, arrugadito, pero me lo devuelve como si nada. Así que me voy de la zapatería sin zapatos pero con dos libros.
Lo siguiente es que estoy contigo en el DF, en un apartamento que no es el tuyo que conozco sino otro, una mezcla entre mi piso de Barcelona y el tuyo, con mucha luz y muchas cristaleras. Acabo de llegar, es primavera, el tiempo agradabilísimo. Y ya me cierra la biblioteca, Daniel, y tengo que entregar este protátil que me han prestado y dejar a medias el relato de mi sueño de anoche. Sigo en cuanto la logística me lo permita, aunque me gusta compartir los sueños con sus protagonistas en el mismo día, y a ser posible a la mañana siguiente. Mierda de prisa.
De: Cristina
Barcelona, 12 de agosto de 2014 a las nueve y cuarto de la noche
Tú y yo en el DF en un apartamento de puta madre, todo acristalado, todo lujo de telenovela. He venido desde Barcelona para verte y tú me has ido a buscar y ahora al fin estamos a solas. Yo tengo la sensación de que venir ha merecido la pena y me siento como en mi mejor momento de amante fanática, cuando tenía 20 años y cogía aviones y autobuses y me disfrazaba y me gastaba los cuartos que no tenía sólo por reventarme de gusto y de sensación de libertad y de reina del mambo y reventar de gusto al otro, pero eso en segundo lugar. Echamos un polvo en mitad del salón de cristales, a mediodía que sería. Es un polvazo, o sea. Es, de hecho, el mismo polvo que eché con mi marido el día de la noche de este sueño, es decir ayer, en mitad de mi salón: los dos de pie, sin ningún apoyo más que el de nuestras piernas o el apoyo del uno en el otro. En el sueño follamos tú y yo así pero muy ligera y silenciosamente y desapasionados, y casi completamente vestidos. En cuanto terminamos de follar, recibes una llamada al móvil. La voz del interlocutor trasciende el aparato de modo que yo también puedo escucharla: es tu mujer y te refieres a ella como Julia o Juliana. Le dices que sí, que acabo de llegar, que estoy en casa, y al oír eso yo exclamo ¡hola!, saludándola. “Te dice hola”, le dices tú a Julia o Juliana.
Lo siguiente es que estoy con tu mujer en una casa rica y estrambótica. Julia(na) es asiática, con la cara chata, algo así como filipina. Tiene media melena lisa y negrísima, me habla muy amablemente y me conduce por las estancias de la fiesta que se está celebrando en la mansioncita, y todo el tiempo tengo la certeza de que ella sabe que tú y yo nos estamos acostando. La casa tiene muchos muebles de muchos estilos distintos, escaleras donde no te las esperas y cierto desorden tarado, de ama de casa locuela. La siguiente habitación a la que entramos es el salón de mi casa en Barcelona: dos sillones reciclados de la basura, dos sillas recicladas de la basura, una mesita reciclada de la basura y el enorme mueble de madera y de posguerra que la propietaria nos dejó y que es un puro agujero negro. Apareces entonces tú en pijama, pero no como recién levantado sino con la energía propia de un superhéroe. El pijama es rosa chicle con estampados color pastel y tú no eres físicamente tú sino mi marido, pero, insisto (el sueño insiste), eres tú. Vienes a buscarme para irnos por ahí, y ya claramente sabe Julia(na) que estamos enrollados, pero ni se opone ni monta una escena ni nada, más bien se resigna burocráticamente. Tú la saludas como si nada, adiós, nos vamos, ya volveremos, ¿todo bien?, sí, gracias por todo, chao, chao. Fin del sueño.
Vamos tres Cartas Mas Traviesas a cero (o, a lo mejor, cuando salga a pillar wifi de aquí a un momento al centro cívico para poder mandarte esta, has respondido, y será tres a uno). Yo doy por publicables estas tres que te llevo enviadas (distinguibles de las anteriores porque llevan un encabezado de fecha y lugar), con estas menciones metaepistolares incluidas, y tampoco veo mal que no haya una correspondencia simétrica. O sea, que vayamos tres a cero. Tú escribe cuanto quieras cuando quieras, faltaría más. Pero conste que te echo de menos, que me veo espadachina de exhibición, boxeadora no ya sin rival, sino sin sparring siquiera, boxeadora entrenando frente al espejo.
Se me olvidó sorprenderme en mis cartas anteriores sobre el hecho de que no apareciera mi sujetador en tu casa. No puedo jurar que no me lo dejara en el hotel Xalapa de Xalapa (buenísima inventiva la de los gerentes hoteleros, buenísima identificación de los intereses particulares con los del todo, brillante ejercicio mercadotécnico, brillante ejercicio liberal), ni puedo jurar que recordara llevarlo en el DF, hospedada en tu apartamento, pero cuando abrí la maleta ya en Barcelona sí que lo juraba y lo visualizaba encima de tu cómoda. Este habrá sido el segundo fenómeno sobrenatural o súpernatural, según se mire, con mi ropa interior y mis residencias temporales en el año 2013.
Esta carta no dice ni media palabra sobre literatura.
Te abraza,
Cristina.
PD: El reloj del ordenador indica que he empleado una hora exacta en escribir esto. ¿Soy lenta o rápida? Cuenta con que ni releo ni corrijo.
De: Daniel
México DF. Miércoles 13 de agosto. 00:26 am.
Tres a uno, sea. Doy por bueno el resultado —provisional— que con sana unanimidad has escogido. Pero aquí hago mi modesto intento de poner el tanto en mi porción de ese pizarrón imaginario que lleva la cuenta de nuestra correspondencia. Y además, según los estamentos de mi improvisado sistema de valores, esta carta vale doble porque la escribo en pijama, que no es poca cosa.
Hoy estuve con un tipo que me habló sobre su personal versión del animismo sintoísta. Nunca supe bien de qué se trataba la cosa, en realidad, pero proyecté el núcleo temático de su conversación hacia mis propios intereses, y entonces recordé cierto río chiapaneco, cerca de Palenque, muy rico en sales minerales (estoy falseando la explicación científica), en cuyo cauce las cosas se sedimentan e incluso petrifican en un lapso de tiempo relativamente breve —relativamente para el tiempo que normalmente tardan las cosas en petrificarse, claro—. En fin: que en ese río había objetos de consumo cotidiano, caídos hace quizás un lustro, recubiertos por una firme capa de enmohecida piedra, con lo cual uno podía encontrar botellas de Coca-Cola o popotes de plástico convertidos en fósiles instantáneos, y ese ligero engaño de la biología me atrae como metáfora de una estética: hacer pasar por viejo y hasta por venerable algo arrancado a lo más trivial del mundo contemporáneo. No sé por qué estoy hablando de esto.
En fin. Tu corpiño, lo juro (vaya, qué solemne me pongo), no apareció en mi casa. Ni en el color hueso anunciado ni en ninguno otro. Pero reconozco que la culpa puede ser mía: últimamente no aparecen muchas cosas que yo daba por aparecidas, en mi casa, y el régimen de extravíos se ha vuelto ya ridículo. Pierdo cosas que hasta hace dos momentos se balanceaban en mi campo visual inmediato. Como un imbécil. En un esfuerzo por remediarlo he comprado cajas, e incluso cajitas, como si separar las cosas en compartimientos fuera bastante para conservarlas.
Cambiando de tema: me voy a ir pronto al campo, Cristina, y eso me aterroriza. ¿Debo ceder a mi pulsión bucólica? ¿Escribir sobre el sonido de los sapitos? ¿De los pinches SAPITOS, por ejemplo?
Aquí lo dejo esta noche. Pero por favor acepta esta carta, aunque resulte insuficiente después de las tres que me asestaste.
Beso,
D.
De: Daniel
Miércoles 13 de ago. de 14. 6:35 am
Cristina:
Vuelvo a la carga al cabo de casi seis horas de sueño y ya sin los niveles de alcohol en la sangre que me dictaran la primera carta (tequila blanco, cuatro caballitos durante la cena). Ahora, además, estoy en mi horario de escritura, el único momento del día en que logro sentarme con cierta disciplina, medio adormecido, a trabajar una o dos horas seguidas sin caer en la tentación de ver pornografía o redes sociales (que es lo mismo).
Me gusta tu sueño. Me gusta Julia(na), mi mujer filipina de cara chata. Últimamente ejerzo mucho de personaje de ficción, Cristina, y no sólo de la mía. El asunto me pone un poco nervioso, pero me divierte. Un amigo portugués, Joao Tordo, publicó una novela cuyo protagonista es un tal Saldaña París, escritor mexicano afincado en Galicia que estuvo casado con una Teresa. Y luego una amiga me pregunta que si puede usarme en un cuento y yo le digo que sólo si salgo de pirata. Y ahora tu sueño, que no es exactamente ficción porque los sueños suceden y no son modificables, pero en fin.
Mis achaques han regresado con renovados bríos. Ahora las manos —no sé si te lo dije en algún mail previo, de los pre-Traviesa— se me inflaman misteriosamente durante la noche y amanezco con una movilidad muy restringida y un puto dolor de toma pan y moja. Hoy mismo, de hecho, tengo que ir al médico a ver qué carajos me pasa. Por lo pronto, la dolencia tiene por consecuencia que no puedo señalar. Llevo varios días sin señalar nada, sin poder apuntar con el índice. Una cosa medio risible. En vista de esto, decidí que tenía que hacer algún tipo de actividad física y —ay, carajo— me metí a unas clases de yoga. No estoy acostumbrado a hacer nada en lo que me sienta tan torpe (salvo sostener relaciones emocionales de pareja), pero debo reconocer con cierta vergüenza que me divierto y que lo del yoga me ha dado una especie de tregua de la neurosis.
Qué envidia que recuerdes tan nítidamente los sueños. Justo ayer le decía yo a alguien que estoy harto de dormir, en general, porque nunca recuerdo nada de lo que sucede durante esas seis horas. Cuando iba a psicoanálisis recordaba un poco más mis sueños, pero cuando iba a psicoanálisis mis sueños eran terribles. Mi psicoanalista era una sádica (su única virtud) que me despachaba a los quince minutos de sesión cobrándome una fortuna. Allá en España, por lo que tengo entendido, no tienen tantos lacanianos, ¿cierto, Cristina? A lo mejor emigro. Parece razón suficiente.
7:12 de la mañana. Tú escribiste tu carta en una hora, me dices. Una saludable lentitud. La de ayer, además de medio borracho, la escribí demasiado aprisa, pero es que me quemaba tener tres al hilo tuyas en la bandeja de entrada, sin contestar, y estarme quedando atrás en este intercambio que se perfilaba ya como un monólogo tuyo. Aunque tampoco hubiera estado nada mal mandar a Traviesa sólo tus cartas, al cabo de un mes de silencio mío.
Dime cómo vas con tu Teresa de Jesús novelada. Me interesa ese proyecto. Y me gusta el hecho de que sea por encargo. Me gustaría, creo, escribir una novela por encargo, con tema o personaje asignado; quizá sería más fácil así (¿lo es?).
Va un abrazo,
Daniel.
De: Cristina
27 de agosto de 2014, Barcelona
Daniel estimadísimo:
¿Qué te ha dicho el médico sobre tus dolores? Tan pronto te leí hace dos semanas quise preguntártelo. Leí tu carta en el teléfono móvil durante una proyección en un cine de verano. La película chilena que estaban echando (I am from Chile) era, horripilante no, lo siguiente, y me dediqué a leer tu carta dos o tres veces (la primera lectura siempre es velocísima, una lectura como a tientas de la que sólo saco sensaciones, adivinanzas sobre tu estado de ánimo y sobre tu percepción de mi carta anterior) y a fumar porros y a beberme una botella de vino. Pero el pequeño colocón no me dejaba escribir con tino, y menos en la pantallita del teléfono tan chica. Ojalá que el médico te haya mandado química de la buena. Hay que saber combinar la química con el yoga. Sin duda te agradecerá el cuerpo un poco de estiramientos y torsiones. Yo no puedo pasar sin bailar. Hago danza contemporánea (¿“hacer danza” puede tomarse como sinónimo de “bailar”?) desde hace varios años, sin rebasar nunca el nivel intermedio. Si no, estas horas y horas y horas y horas que me paso sentada, leyendo y escribiendo, me tendrían ya paralítica. También voy en bici a todas partes, porque ir en el metro sin pagar me pone muy nerviosa: los de la empresa metropolitana de transportes (los mismos que demolieron la casa okupa Can Vies de mi barrio) han conseguido infundirme el miedo al revisor y a la multa de cien euros. Desde hace unas semanas estoy en ese combate: conseguir ir en metro sin pagar (esa es la parte fácil) y sin miedo (esa es la parte difícil), porque las playas buenas quedan lejos y hay que coger el tren o morir bicicleteando bajo el mediterráneo sol de agosto.
Yo nunca hice yoga ni traté con lacayos de Lacan, que no sé por cuántos se cuentan en España. Ah, ya me acuerdo de cómo quería empezar mi carta la noche del cine de verano: ¿Cómo es que te quieres venir a vivir a España? ¿No llegan a Méjico las noticias del 27 por ciento de paro, de la desaparición de los derechos laborales y las becas, de las listas de espera en los hospitales, de la subida de los impuestos directos e indirectos, de la liberalización del mercado de los insumos básicos, de – en lo que a nuestros intereses profesionales se refiere – la decrepitud del mundo editorial? Por esto último, claro, no se interesa la prensa, que, entre otras cosas, pertenece a los mismos emporios editoriales. Ven a vivir a España, sí, pero si no tienes que trabajar para vivir. En ese caso, perfecto, porque este es un país de camareros cuya única vocación es portar una bandeja rebosante de vasos rebosantes de cerveza, mmmmm, qué bien entra al medio día en una terracita con vistas al mar o a la pantalla de plasma en la que juega el Barça. Sin dejar estas mierdas aparte, te digo: si te vinieras a vivir a Barcelona, yo estaría felicísima, te lo enseñaría todo, te inculcaría mi odio al metro y a los turistas, te llevaría a las farras de las casas okupas, nos bañaríamos en bolas en la playa, nos colaríamos en todos los cócteles que organizan las editoriales (únicas ocasiones en las que puedo beber destilados, de lo caros que son en los garitos – 7, 10, 15, 18 euros un gintónic barcelonés) y robaríamos libros en los centros comerciales. No me atrevo a robarlos en otro lugar.
Decrepitud del mundo editorial y yo no puedo quejarme, porque ahora mismo tengo un encargo, pero quiero quejarme, pero no en esta carta Mas Traviesa, que tiene visos de publicarse y en fin. Otra vez el miedo. Cuántas veces ha aparecido ya el miedo en esta carta. Me preguntas por mi Teresa de Jesús, por si tener tema y personaje asignados facilita la escritura. Ni a palos. Yo había escrito por encargo pequeñas cosas, es decir, relatos, pero con consignas flexibles: extensión mínima y máxima, plazo y tema relacionado con lo que fuera. Pero en este caso se me ha indicado hasta el tono, la voz en primera persona y con una edad determinada, los acontecimientos vitales que se deben consignar, su claridad explicativa, y por supuesto, aunque provisional, el título. Estuve a punto de no aceptar el encargo, de lo constreñida que me sentía. Hasta lágrimas me costó, hasta debate existencial, hasta pequeños cónclaves con colegas escritores y solitarios deambulares. Pero luego, al más puro estilo teresiano, hice de mi capa un sayo: piqué los adoquines del encargo y con ellos levanté una trinchera desde la que disparo. Ahora estoy contenta, ya casi terminé la novela, que he escrito con excitación. Satisfecha con el trabajo hecho. Otra cosa será lo que me diga la editorial cuando la lea. Esa será otra etapa. Si hay algo que no le gusta, ¿hasta dónde estaré dispuesta a hacer cambios o admitirlos? Lo llaman editing y, una vez más, me da miedo.
Que estés mejor de tu mano, Daniel. Te lo deseo de corazón. Porque, claro, con la mano tan dolorida, ¿puedes escribir?
Beso, beso.
Cristina
PD: Igual no te interesa un pijo, pero me han entrado ganas de mandarte ese retrato de dos personajes de mi Teresa de Jesús: Antonio Ares Pardo y Luisa de la Cerda. A mí el cuadro en cuestión, de autor desconocido, me hipnotiza.
De: Daniel
23 de sep. de 14
Cristina querida:
Me gusta el ritmo, lentísimo, de nuestra correspondencia (que, sospecho, ha comenzado a inquietar a los amigos de Traviesa, que me escriben preguntando qué pasa). No me gusta porque emule el ritmo pausado de las cartas postales, nostalgia que no me interesa, sino porque entre un mail y otro nos pasan muchas, demasiadas cosas, y por tanto es más fácil renunciar a la glosa inútil y centrarse en las cosas que importan, que son las recurrentes y las que nos repiquetean por dentro, como los miedos que enlistas en tu previa misiva.
Ahora estoy en el campo, al norte de Nueva York, entregado a lo bucólico, o más o menos. Me paso el día contando venados e insultándolos a la distancia, porque siempre me ha parecido una actitud divertida insultar a la naturaleza con recelo, desde la comodidad del techado.
Estoy aquí para escribir, supuestamente, pero la verdad es que cada vez escribo menos, leo más y paso más tiempo pensando si de verdad quiero ponerme a escribir una novela ahora mismo. Además, encuentro un ligero placer en no aprovechar esta residencia que algún millonario gringo patrocina; la ingenua confianza de esta gente en la Eficacia como concepto rector de todo lo que hacen se convierte en una invitación a la pereza demasiado tentadora. Si llenara páginas estaría cumpliendo, y terminaría por sentir un poco de desprecio por las páginas escritas, pues las consideraría fruto del progreso.
Pero la verdad estoy presumiendo una ideología que tampoco acato. Algunas páginas he llenado, procurando nada más que no traten de nada.
Mi mano mejoró con una saludable inyección de cortisona, y aunque he tenido ocasionales recaídas en los dolores articulares, comienzo a habituarme a la idea de que son de origen neurótico y lo mejor que puedo hacer es chingarme dos Ibuprofenos y un ansiolítico a media tarde, dormir ocho horas seguidas y despertar un poco más suave, como alaciado por el desmayo inducido. Quizá esta resignación tenga algo que ver con que, desde que cruzamos la última carta, cumplí 30 años. (O no tiene nada que ver, en verdad, y sólo aprovecho este párrafo para transmitirte mi pasmo ante esa noticia; tengo la superstición de los números redondos, como todas las almas simples, y ahora paseo por los campos con la jeta hierática del que siente que está “pasando por algo”).
Para vivir tan nítidamente los miedos de los que hablas me parece que eres una mujer, en resumen, valiente. Al menos me hecho esa idea de ti, quizá por el desparpajo preciso de tu prosa y porque robas libros. Yo antes robaba libros, en Madrid, pero se me pasó el asunto (o quizá solamente empecé a ganar un poco más de dinero, quién sabe) y ahora es más común que los compre, los pida prestados y los robe pero de mi trabajo, que es casi lícito.
No creo que vaya a vivir a España, en realidad. O quizá dentro de mucho tiempo. Es sólo un antojo que cada tanto me ataca pero que se disuelve cuando considero racionalmente el asunto. La España a la que me gustaría volver, según me han contado, no existe, así que no tiene mucho caso ir hasta allá para pasarla pésimamente si puedo hacer lo mismo en cualquier sitio. Salvo tal vez en este campo plagado de venados, en esta residencia en la que me alimentan tres veces al día y puedo encerrarme a masturbarme y ser felizmente improductivo varias horas al día.
Me gustaría, eso sí, conocer tu Barcelona, aunque no te prometo que vaya a colarme sin pagar al metro siempre (mis miedos, ay, son un poco más atenazantes, me parece).
Ya quiero leer el resultado de tu encargo novelístico. No me imagino muy bien por dónde va el asunto. Pero quiero leer la versión previa al mentado editing, que espero no resulte demasiado salvaje.
Van besos campestres,
Daniel.
PD. En realidad hoy no tengo ningunas ganas de hablar del oficio, si tal cosa existe, así que perdona si esta carta resulta insustancial o aburrida.
De: Cristina
Barcelona, 27 de septiembre de 2014
Daniel:
Respondo a tu última carta sin ella delante. Como la leí en un ordenador de la biblioteca, y como ese ordenador no tenía instalado el Word sino OpenOffice, al guardarla en un pendrive y quererla abrir ya en casa y con más calma, resulta que mi ordenador no reconoce el archivo ODT ese, y el marco de Word se queda en azul y me lanza mensajes de que no sabe qué coño le estoy dando. Será que mi Word es antigüito.
Como no tengo internet para volver a descargarla, y como se está a gusto en pijama un sábado por la mañana, te respondo a lo que recuerdo: que estuviste en una residencia para escritores en Nueva York, pero no donde los rascacielos sino en el campo (lo de que Nueva York tenga terrenos no urbanizables me ha descolocado un poco), que odiaste en silencio a los ciervos, que te has estado tocando los huevos a base de bien, que me llamabas mujer valiente, que te gustaría leer mi novela por encargo antes de una eventual (Dios no lo quiera) remodelación de la misma por parte de quien me la encargó. Que si no me parecía aburrida la dicha carta, me decías también, y te burlabas de la Eficacia o de la Eficiencia (recuerdo la “e” mayúscula). Y que no va en serio que te mudas a España porque según te dicen, la España que tú recuerdas ya no existe. Cuando leí eso me descoloqué también: pareciera que lo dice alguien que estuvo en España por última vez hace veinte años. Será que para mí el tránsito hacia la decadencia no ha sido brusco por haberlo tenido diariamente delante de las narices (y esto me hace maliciar – no sé muy bien cómo usar, ni con qué preposición, el verbo maliciar, lo he adoptado recientemente por haberlo leído muchas veces en una novela de Alberto Olmos –, me hace maliciar, digo, de lo que tuvo de tránsito la honorable Transición española – la mayúscula es de los libros de Historia – la mayúscula es de los libros de historia).
Cierro el paréntesis ya demasiado farragoso fuera de él: Digo que por qué lo de la muerte de Franco se llamó Transición española y lo de ahora se llama simplemente crisis, sin histórica mayúscula esdrújula. Está claro por qué y no nos vamos a detener en ello en esta quizás última carta de nuestra correspondencia Mas Traviesa, pero a lo que iba: que el otro día leía una entrevista a un poeta español de mi misma edad que decía que nuestra generación es inofensiva porque no había sufrido nada, lo ha tenido todo dado. Tuve que reconocer una vez más que no todos los que tienen 28 años y dos carreras sufren por la subsistencia en España. Y hube de enfadarme una vez más por que alguien de 28 años y dos carreras se pusiera a hablar en plural, como portavoz de todos los que tenemos 28 años y dos carreras, atreviéndose a decir que “somos” o que “no somos”, que “tenemos” o que “no tenemos”. Cómo detesto eso, las vocaciones de portavocía, que no ocultan sino una vocación política y de liderazgo. No merece la pena entrar en el contenido de la declaración del poeta español: que somos inofensivos. No merece la pena, pero dediquémosle una línea: ¿inofensivos para quién? ¿Qué considera este poeta portavoz de su generación que es una ofensa? ¿Cuál generación considera que sí fue ofensiva, y ofensiva para qué o contra qué? Me quito el sombrero y hasta las bragas me quito: todo buen portavoz debe dejar las cosas dichas a medias, no sea que al llamar a alguna cosa por su nombre alguien se sienta excluido y quiebre la cómoda generalización. Lo fácil es hablar en plural (ah la fantasía de lo universal, de los temas universales, de la literatura universal, de la Miss Universo). Lo difícil es hablar en una singularísima primera persona: cuénteme, señor portavoz de mi generación, con cuánto dinero viven usted y su familia al mes. Cuénteme si se emociona cuando sale Pablo Iglesias en la tele (el líder político de moda en España, un prenda). Cuénteme si canta los goles de la desahuciada selección española de fútbol. Dije que le dedicáramos una línea y ya llevo diez. Me callo, que me caliento.
Me conmoví, te lo dije en un email rápido, con tu carta que ahora recuerdo. Me conmueve precisamente la radical individualidad con la que te enfrentas a la escritura y la juzgas: tu ojo solo, sin lentes de aumento. Tu claudicación, o ni eso: tu dejadez frente a la lógica productiva, en este caso literaria. Dice un colega mío que por qué cojones está mal visto que él se pase el día solo en su casa chutándose heroína. Por qué tiene que estar mal visto, pues, que Daniel Saldaña se fume una residencia artística mirando los ciervos. Tiene eso algo de aristocrático, de vivir de las rentas (en tu caso, de lo ya escrito), pero de aristócrata díscolo: un Bakunin. Un hijo pródigo, Saldaña. ¿Te gusta imaginarte como un Cioran, nunca trabajando, siempre viviendo de su esposa y de las becas? Pero ah, me temo que la fantasía dura poco: tanto como la manutención del mecenas yanqui. A mí hace tiempo que no me dan una residencia artística, pero a partir de cierto momento me las tomé como vacaciones, porque en efecto una se pasa el día trabajando (escribiendo, cocinando, limpiando, traduciendo) como para encima tener que rendirle cuentas a la Eficacia en unas semanas a gastos pagados. Vaya por delante que estoy deseando que me bequen otra vez y que benditas sean las residencias artísticas. Que yo ni dignifico el trabajo ni creo que el trabajo dignifique, puafff.
Hemos de ir buscando un cierre para darle las cartas a la revista, me decías también. Esa era mi intención, ir cerrando, pero ya ves, novelista mal acostumbrada está hecha una y no hago sino abrir líneas discursivas nuevas. Tú eres más breve, tienes más puntería, poeta. Cierra tú con una última carta, Daniel, si tienes ganas. Y si no tienes ganas, valga este abrazo que se estrechará aun más en nuestras cartas fuera de foco, y este punto y final.
De: Daniel
30 de sep. de 14
Querida:
Sigo en el lugar de los ciervos, o los venados (no sé la diferencia; apenas los distingo de los alces). Sigo sin hacer demasiado y tocándome los cojones, como dices, literal y figuradamente.
Qué ridículo suena a veces lo que te escribo cuando tienes el tino de repetirlo; se magnifica mi dramatismo cuando lo leo en otros. Eso de que la España a la quiero ir no existe ya: me refería, con palabras demasiado infladas, a que cuando viví ahí no pegaba todavía la crisis, o no era oficial al menos. Y, en otro nivel, pensaba al decirlo en que ya no está la gente con la que estuve ahí, porque todos se fueron a otros países (y me da un poco de hueva hacer nuevos amigos, la verdad; tú fuiste una excepción insólita a mi reticencia a lo nuevo, de hecho. Hace un año de eso: por estas fechas, o casi, estábamos en el Hay Festival de Xalapa, ¿no es cierto?).
También me molesta mucho esa vocación de portavocía que dices y que detecto por todas partes últimamente. La necesidad de trazar el diámetro de lo discutible que tienen algunos escritores, para decir que todo lo que queda fuera no interesa. Y el afán pedagógico de otros, carajo. En Twitter leía hace poco a un autor mexicano que enlistaba los cuatro títulos recientes de narrativa mexicana “que todos tendríamos que estar discutiendo”. ¡Que los discuta él y nos deje a los otros en paz con su pinche necesidad prescriptiva!
Hubo aquí una especie de reunión con el gringo millonario que patrocina la residencia y la situación, previsiblemente, me sacó un poco lo punk. Un puñado de snobs discutiendo literatura en términos mercantilistas: cuánto vende y cuánto vendió tal autor, cuánto le dieron de adelanto a tal otro. Inversionistas de Wall Street metidos a editores. Después de la cena, tras explicar que, básicamente, los países de los que provenimos sus patrocinados son una mierda, el millonario contó que su hijo está en la cárcel y es un enfermo mental. Vaya. Y yo que estaba a punto de pedirle trabajo recogiendo manzanas en una de sus granjas cuando va y me destroza el sueño americano.
Confías demasiado en mí para cerrar esta correspondencia contundentemente, querida. Me pasa en estos días que tengo de nuevo un extraño recelo con respecto a mi propia escritura. Me releo y todo me parece farragoso y forzado. Pero bueno, supongo que hay rachas.
Empecé a leer tu biografía de Santa Teresa. Ya será otra carta la que dé cuenta de ello, para no adelantarle demasiado a los H. Lectores antes de que se publique el libro. Por lo pronto sólo diré que me entusiasma mucho leerte detrás de esa otra voz, como escondida pero apareciendo cada tanto con declaraciones que te calzan a la perfección, en las que te reconozco.
Anoche tuve un sueño raro, Cristina, en el que aparecías, y por eso me desperté y me puse a escribir estas líneas finales en vez de hartarme de café frente a los venados o hacer yoga en la alfombra del cuarto. Estábamos en un país de Europa del Este, me parece, precisamente en una residencia para escritores en la que habíamos coincidido. Era una casa de paredes muy gruesas y muy frías, de cemento sin pintar, y estábamos ahí solos, en pijama, de noche. Nos encontrábamos en la cocina y nos quedábamos hablando, pero de pronto había un terremoto y salíamos alarmados a un patio frente a la casa. El terremoto degeneraba rápidamente en un estallido social con saqueos y crímenes de una malévola gratuidad (esto puede haber sido provocado por un libro de Jelinek que estuve leyendo antes de dormirme). Tú me instabas a recorrer las calles y registrar el caos, a lo que yo explicaba que nunca salía en pijama de casa y el fin del mundo no sería la excepción. Total que nos despedíamos en el patio frente a la residencia y tú te ibas hacia las rebeliones mientras yo volvía a la casa de paredes frías convencido de que mis pantuflas no eran lo suficientemente gruesas para estar demasiado a la intemperie.
Y ya. No escribo más.
Tuyo,
Daniel.
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