Intercambio: Fraia vs. Xerxenesky
A principios de año, los escritores brasileros Emilio Fraia y Antônio Xerxenesky se enviaron algunos correos. Desde la amistad, hablaron sobre viajes y ruinas, el arte contemporáneo según Vila-Matas y Vargas Llosa, la recepción de la literatura latinoamericana en Brasil y "La gran belleza", película que odiaron. A continuación publicamos ese intercambio.
De: Emilio Fraia
Enviado: 30 de diciembre, 2013
Nesky,
Hoy temprano abrí el Facebook y vi una foto tuya haciendo una pirueta en el aire, a punto de caer en una piscina. Primero, me puso contento saber que: 1) te encuentras bien; 2) de vacaciones; 3) practicando saltos ornamentales. Después pensé en esa sensación de cuando algo está por suceder: la superficie del agua, ahí, quieta, y en un segundo, todo en movimiento.
Hace treinta días que llegué a México, y es esa la sensación constante de este viaje. En cualquier momento parece que algo va a suceder. Estoy en Tulum, estado de Quintana Roo, en un lugar llamado Pico Beach. Sol, mar, calor, un trago con el nombre Ojo Rojo & el topless es una realidad. Un buen lugar para escribir y vivir la vida subacuática; vengo despertándome a eso de las seis, todos los días. Ayer decidí alargar mi estadía por aquí. Esta me parece una de las ventajas de viajar sin mucho plan: la posibilidad de que un lugar te guste y de quedarte.
Mi vecino de cabaña es un argentino, Adán, que está cruzando México en bicicleta, vendiendo chocolates (orgánicos, los hace él mismo). Adán es delgado, tiene una falla entre los dientes de adelante y el pelo largo, atado en una cola. Usa siempre la misma camiseta, una musculosa verde con el dibujo de una orca. Me contó que cuando llegó a la ciudad no tenía dónde quedarse. Entonces conoció a una pareja de norteamericanos que había alquilado la cabaña por un mes. Por algún motivo, ellos tuvieron que volver a los Estados Unidos y como ya la habían pagado y nadie devuelve el dinero en temporada alta, le ofrecieron el lugar. Y lo mejor: la cabaña tiene una cocina donde Adán puede confeccionar de manera hippie su chocolate orgánico. Y es bueno, lo probé ayer.
Esos viajeros, gente del couchsurfing, gente que pasa años viajando, yendo de un lugar a otro, sin parar. Es como si los exiliados de los libros de Bolaño hubieran cambiado de lugar. He estado pensando en los motivos, que no son políticos (por lo menos no directamente), que llevan a alguien como Adán a viajar de esa manera. Hace poco leí un ensayo, Antifragile: Things That Gain from Disorder, de un libanés-americano, Nassim Nicholas Taleb. La tapa recuerda a esos manuales para empresarios, pero el texto es bueno. Lo que el autor trata de hacer es desarrollar un concepto opuesto al de la fragilidad. Pero este opuesto no sería la robustez ni la resistencia. La idea es: existen cosas que no solo resisten sino que se benefician del choque; que crecen o se modifican cuando son expuestas a situaciones de aleatoriedad y desorden.
Le pregunté a Adán por qué decidió irse por el mundo, solo. No tenía una respuesta preparada, pero pude darme cuenta por algunas cosas de que él es algo adicto a la incertidumbre. Comenzó a viajar hace trece años y no paró nunca más (en todo este tiempo volvió solamente dos veces a la Argentina). Le gusta llegar a un lugar sin saber muy bien qué va a pasar, y no se mueve de allí sino que va viendo cómo se van configurando las cosas. No deja de ser una actitud zen. Viajar solo quizás tenga que ver con ejercitar eso, porque en cualquier momento algo sucede y se desestabiliza la superficie del agua.
El martes, cuando estaba viniendo a esta ciudad, tomé el avión en San José del Cabo, en la Baja California, hice escala en Ciudad de México, donde tomé un café y realicé un breve análisis meteorológico del viaje: estoy en este país hace un mes y todavía no ha llovido. A la llegada, en el aeropuerto de Cancún (Tulum está a 130 kilómetros de Cancún), me dirigí al lugar donde pantalones, camisetas, libros, medias y calzoncillos desfilan en una cinta mecánica dentro de envoltorios de cuero o tela que llamamos maletas, bolsos y mochilas. Permanecí de pie, cumpliendo el procedimiento estándar de esperar. Las maletas circulaban y las personas iban tomando sus cosas. Hasta que la sala empezó a vaciarse.
Estaba yendo todo bien, y de repente entendí que estaba a punto de vivir, por primera vez en la vida, la experiencia cabal de que mi maleta estuviera perdida. En la cinta solo quedaba una mochila negra, desteñida y marchita, dando vueltas, hasta que un empleado vino y la recogió. Fui hasta la puertita de donde sale el equipaje. Metí la cabeza. Ya era de noche afuera y no había nada, nadie, solo un carrito oxidado, probablemente el que había traído las maletas (menos la mía). ¿Ya te ha sucedido algo así? Es desolador. Fui y volví unas cinco veces, y he aquí que en la otra punta de la sala apareció un guardia pequeño, obeso y de bigote. Me acerqué. Le conté la situación. Los bostezos del guardia sucedían en velocidades negativas. Por la radio se puso en contacto con el mostrador de la compañía aérea. Entonces dijo que un empleado llamado Oliver estaba en camino. Después de una larga espera, el empleado Oliver apareció. Llené un formulario. Señalé en un diagrama el dibujo que más se parecía a mi mochila (descubrí que entraba en la categoría “mochila deportiva”). Oliver realizó una serie de llamados. Hasta que mi equipaje fue encontrado. Estaba en otro avión, que saldría en ese momento de la capital federal. Si yo quería, podría ir al hotel (en mi caso, la cabaña) y la compañía aérea se encargaría de entregarme el equipaje. Como la suerte no estaba muy de mi lado, me pareció mejor esperar en el aeropuerto. Comer un hotdog y morir. Sería un fin digno.
En fin, podría haberte contado sobre las cosas maravillosas que viví en los últimos veintinueve días pero siempre es más divertido contar lo que salió mal. También debe ser por eso que Adán viaja: para que las cosas puedan salir mal en algún nivel (buscar aventuras en un mundo donde las promesas de aventura parecen no cumplirse). Y a fin de cuentas nadie quiere saber de historias que no tengan: 1) ruina; 2) llanto; 3) personajes que las sufren todas de comienzo a fin. Creo que toda buena novela es así, ¿no? Y mucho mejor si hay incertidumbres.
Ahora el viento cambió, parece que va a llover.
Feliz comienzo de año, amigo Nesky.
Emilio
De: Antônio Xerxenesky
Enviado: 2 de enero, 2014
Dearest Emilio,
En primer lugar, me gustaría romper tu ilusión: no practico saltos ornamentales. La foto quedó increíble, no se puede entender dónde están mis brazos, cuál es el movimiento, si me voy a dar de cabeza en el cemento o voy a caerme de espaldas en el agua. La realidad no es tan emocionante. Estábamos en la casa de Galera –uno de los primeros lugares donde te encontré en vivo, donde comenzamos esto de “ser amigos”– y Natão, amigo del grupo, quería mucho probar una cámara que registra millones de frames por segundo. Entonces allá fui, di un salto sin mucha habilidad, una pirueta fracasada, me caí de espaldas en el agua, un plof doloroso, pero si uno aísla ese frame que publiqué en Facebook, parece que realicé una maniobra extraordinaria. Suelen decir que construimos una narración idealizada de quienes somos en las redes sociales. Se pude decir que eso hice. Pero la verdad es que me encanta poner cosas extravagantes en Facebook. No entiendo ese tipo de escritor que llena mi timeline solo con comentarios críticos inteligentes. Se ve que no hacen piruetas en la piscina.
Cuántas aventuras debes estar viviendo. En tu carta, por cierto, aparece algunas veces la palabra “aventura”. Y hablas de viajes solitarios y gente nómada. Ese mundo me parece de ficción. Viajar nunca fue una tarea fácil para mí. La primera vez que salí de Latinoamérica fue en 2013, una ida a Francia en mayo. Nunca tuve ningún deseo fetichista por París o por la cultura francesa, ni puedo recordar por qué motivo Gabi y yo elegimos Francia por sobre otros países. Debe haber sido porque nos gustan el coq au vin y los vinos.
Me cuentas sobre el drama de perder el equipaje. Nunca me pasó pero tengo un miedo terrible de que me ocurra. Soy muy miedoso para ciertas cosas, y siento que ni años de terapia serían capaces de curar eso. Estaba seguro inconscientemente de que, por ejemplo, me prohibirían la entrada en migraciones, incluso con los documentos en orden, incluso siendo blanco y de clase media, incluso luciendo un blazer. Claro que pasé tranquilamente, pero una voz repetía en mi cerebro todo el tiempo: “va a salir mal. No te van a dejar entrar. Te van a interrogar. Y si pasas, vas a perder la conexión. Y si haces la conexión, el avión se va a caer. Y si llegas, tu equipaje no estará en la cinta”. Y así… uno de los motivos por los cuales solo pude viajar realmente en 2013 a los 28 años de edad y de la mano de mi novia.
A propósito, en esas barreras de migraciones es donde percibes toda la tensión racial que parece dominar a Europa: mientras un blancucho como yo pasa directamente, sin grandes inspecciones, cualquier mujer con burka es interrogada durante minutos y minutos. En París, árabes y negros son más vistos en la periferia y parecen ser tratados con recelo y desdén por algunos parisienses. Puedo estar equivocado pero esa fue la sensación que tuve. París, por cierto, fue una decepción. Es el legítimo caso de una ciudad arruinada por el turismo predatorio. Incluso evitando los lugares más obvios, parece que ningún lugar está a salvo. Y siento que los habitantes de allá desarrollaron cierta náusea por los turistas. Y con razón. Vi cada demostración de grosería que podría escribir cinco cartas con ejemplos. Imposible no recordar lo que dijo Foster Wallace: el lugar que visitamos sería mucho mejor sin nuestra presencia.
Por favor, no me malinterpretes. No imagino que tú o tu compañero Adán sean turistas molestos. Estoy hablando solo de un malestar que tengo en lugares muy clichés. Por eso las ciudades que más me gustaron fueron las del interior de Francia. Lo que me trae a la mente eso que dijiste de la “aventura”. Parece como si en los viajes hubiera una guerra dialéctica entre “aventura” y “confort”, entre explorar pequeñas ciudades de México, hospedado en cabañas, o quedarse estirado en una reposera de playa en un resort paradisíaco. No viví nada de locuras y me quedé del lado del confort en Francia, pero es curioso pensar que la mejor parte del viaje fue cuando Gabi y yo tomamos el camino menos obvio. Estábamos en Dijon y decidimos beber los famosos vinos de Borgoña. El hotel ofrecía uno de esos paquetes turísticos, un bus cómodo con aire acondicionado que nos llevaría hasta un château. Pensamos en comprar el paquete, pero ya estaba agotado. ¿Qué hicimos entonces? Descubrimos que había un château que recibía gente a algunos pueblos de distancia. Tomamos un tren hacia la periferia de la ciudad y de ahí un bus que pasaba con una frecuencia desalentadora. Cuando entramos, el bus estaba lleno. Cuando estábamos por bajar, éramos los únicos pasajeros. El pueblo quedaba al final del recorrido. Salimos del bus, no había nada alrededor. Nada. Es decir, campos verdes. Una casa a la distancia. Parrales. Un perro cojeando. Caminamos sin rumbo. Encontramos una ancianita medio sorda en una silla de ruedas. Ella nos orientó hasta el château, a pesar de nuestro tosco francés. Golpeamos a la puerta, y bebimos los mejores vinos de nuestras vidas.
Una aventura terriblemente burguesa, sin dudas. Pero ¡Dios!, estábamos en Francia y nos gusta el vino. Todo lo que hubiéramos hecho habría sido terriblemente burgués. Cuento la experiencia porque, incluso visitando el país más turístico de todos, por un momento nos encontramos perdidos, en tierra extraña, y eso me pareció más especial que el maldito Arco del Triunfo, que no tiene nada de gracia.
“Aventuras”. Je.
Saludos,
Nesky
De: Emilio Fraia
Enviado: 3 de enero, 2014
Nesky,
Muchísimas gracias por el relato. Pensé en finales alternativos: Gabi y tú golpean a la puerta del château y beben los peores vinos de sus vidas. O después de toda la epopeya tren/bus descubren que el lugar está perturbadoramente vacío, con cara de haber sido abandonado a las apuradas por algún motivo oscuro. O ustedes hacen check-in en Foursquare y son perseguidos por un asesino de blazer blanco Miami Vice. Respecto del argentino Adán, mi vecino de cabaña, bien, él podría seguir por el mundo, transmutando manteca de cacao en chocolate orgánico para, al final, concluir que su ideal de “aventura” en verdad no se cumplió; que su experiencia quedó por debajo de la ficción que se formó de ella; que de una manera u otra, en algún nivel, todo es decepción. Así y todo, él no dejaría de viajar. Va a arreglar la bicicleta (tiene un problema en la correa) y continuar firme, para adelante, pedaleando. Un tipo de “no puedo continuar, tengo que continuar”.
Del lado de acá, fui a visitar las ruinas de Palenque, en Chiapas. Y qué bonito ese tipo de paisaje, desolado, y la naturaleza avanzando sobre los restos de las construcciones. Da una especie de conciencia de transitoriedad de las cosas. Principalmente del poder. Ver todos esos templos carcomidos, pensar que un día fueron edificios majestuosos, hechos por gente que esclavizó o devastó tribus vecinas, que usurpó el lugar de los que en un momento específico fueron tomados como enemigos, etc. Algo al estilo ambiente corporativo, solo que con jefes mayas de nombre K’inich Janaab’ Pakal.
En cierto momento, me senté en un escaloncito de una de las pirámides, hacía un calor desgraciado, y me puse a tratar de sacar fotos en las que solo aparecieran las ruinas, los templos en medio de la selva, sin las personas. Esperar el momento, buscar el ángulo adecuado, y cuando no saliera nadie en el cuadro, click, click, fotografiar. Cosas estúpidas que uno hace cuando está solo (la práctica de la vida secreta, que conoces bien). Pero los buses no dejaban de llegar. Era mucha gente. Analizando las fotos después, se puede decir que mi intento de evocar el mundo anterior a las procesiones de turistas no fue exactamente exitoso. Y aunque lo hubiera sido, todavía quedaría: yo. En el fondo, me parece que somos todos turistas molestos compartiendo en las redes sociales peripecias molestas de turistas molestos.
Y nunca había pensado en una cosa: Brasil es un país sin ruinas. Sin mencionar que todo lo que existe de más o menos antiguo entre nosotros termina siendo restaurado… y la verdad estaría bueno que hubiera algunos lugares así, abandonados y cayéndose a pedazos, dime si no. De lo que conozco, está el castillo Garcia D’Avila, en Bahía, y dos presidios, el de la isla Anchieta, en Ubatuba, y el de Ilha Grande, en Río. No sé si ya has estado allí, pero esas ruinas de los presidios son espectaculares, buenos especímenes del pasado, aunque de un pasado reciente. Este último queda en una de las playas más bonitas que haya visto, Dois Rios, a tres horas de caminata pesada desde Abraão, el pueblo en el que la mayoría de las personas se aloja cuando va a Ilha Grande. Fue allá que Graciliano Ramos estuvo preso, en los años 30. Madame Satã también. Y a mí me picó una garrapata en la pierna, me dio fiebre, y creí que iba a morirme (y como eres mi amigo, te voy a ahorrar los detalles de esta historia).
El sábado recibí un e-mail de Flora, una amiga que vive en Alemania. Hacía tiempo que no hablaba con ella. Contaba que se había mudado con el novio a una reserva rodeada de lagos, a una hora de Berlín. Una casa de tres pisos, con dos perras y dos cuartos de huéspedes. Dijo que en breve iban a abrir un espacio para artistas en crisis, escritores con bloqueo, etc. (la estadía va a incluir alimentación orgánica, hogar a leña y juegos de mímica). Después me contó que la iban a operar. En respuesta, le escribí narrando episodios de mi vida reciente, y de cuando tuve apendicitis. Durante una época fuimos bastante cercanos; Flora estaba de novia con un amigo mío, Arthur. Entonces, mientras escribía, fue como retomar un poco esos tiempos, el Año Nuevo en Cajaíba, mirando los plancton en la playa en medio de la noche; algo análogo a estar delante de las ruinas del templo o del presidio de Ilha Grande (ok, no es una imagen muy buena, pero tiene que ver con una especie de lazo, en el presente, con esa ficción llamada pasado). En el momento fue medio nostálgico, pero no en el sentido de que “antes era mejor” sino una consciencia de que el tiempo pasa y las cosas van ganando niveles, complejidades, layers.
Pensé en una historia que leí el otro día: en 1914, Giacometti esculpió su primer busto al natural. Era el hermano quien posaba. Él cuenta que desde el comienzo sintió un placer extremo y tuvo la impresión de que todo vendría fácilmente, de que podría hacer más o menos lo que veía. Cincuenta años después, él está en el atelier y hace una semana que trata de esculpir la cabeza de aquella época, como en 1914, más o menos de la misma dimensión que la primera. Mientras en 1914 tenía la impresión de hacer lo que quería, ahora no lo logra. Y cuenta que, pensándolo bien, nunca más logró hacer una cabeza simplemente como la ve, en el sentido más primario. Si ve una cabeza de muy lejos, tiene la idea de una esfera. Si la ve de cerca, deja de ser una esfera para volverse una complicación extrema en profundidad. Si la mira de frente, olvida el perfil. Si mira el perfil, olvida la cara. Todo se vuelve discontinuo, complejo, y él ya no puede aprehender el conjunto. Demasiadas etapas. Demasiados niveles. Creo que eso es todo.
Abrazo y urge el almuerzo de la indolencia,
Emilio
De: Antônio Xerxenesky
Enviado: 6 de enero, 2014
Caro Emilio,
Nunca vi una ruina. Es decir, estoy aquí excavando en los recuerdos en busca de algo, algún paseo por el interior de Rio Grande do Sul, qué sé yo. No, creo que no. Creo que solo vi ruinas en las películas. Y quizás por eso no haya pensado mucho en ellas. Pero lo que me dijiste me hizo recordar La gran belleza, la elogiadísima película de Paolo Sorrentino que vi la semana pasada. A mí me pareció lamentable, me dieron ganas de irme en la mitad de tan mala que era. Hacía tiempo que no sentía eso por una película. Es un sub Fellini con estética de propaganda de perfume. Quiere homenajear a 8 y ½, pero no tiene un quinto de la perfección visual. Y le da al travelling en la puesta del sol.
Pero lo que más me irritó de la película ni siquiera fue eso. Sino cierta defensa de la “antigua Roma”, de los antiguos valores. De las ruinas. Todo el tiempo el film hace contrastar lo nuevo decadente con lo viejo sagrado. De un lado, música pop de quinta categoría, sacerdotes aprovechadores y fiestas dignas de Berlusconi; del otro, la belleza del Coliseo, de la Roma de arquitectura clásica, la presencia fantasmagórica de Fanny Ardant. En la secuencia que considero la peor de la película, una niña hace su performance artística con unas latas de pintura y el protagonista lanza un chistecito sobre cómo ella gana millones. Hastiado, el protagonista decide entonces abandonar la performance y mostrarle a su compañera lo que considera la parte más bella de Roma, la parte “secreta”, estatuas de siglos atrás, y todo empaquetado en la más melodiosa música sacra.
No me malinterpretes, no estoy criticando la tradición, y mucho menos la música. La banda sonora de la película es linda, están Arvo Pärt y Henryk Górecki. Critico solo la mala leche contra lo contemporáneo. Es muy pero muy fácil hacer un chiste sobre el arte contemporáneo. Cada Bienal de São Paulo (o de Porto Alegre) uno tiene que aguantarse toda esa serie de chistes sobre alguien que confundió un matafuegos con una obra y bla bla bla. Considero mucho más digno el esfuerzo de encontrar valor y producir reflexión sobre lo que tenemos ahora, porque hay muchas cosas buenas, ya sea en el arte o en la música pop. Decir que vivimos en una gran decadencia cultural y moral (que parece ser el mensaje de la película de Sorrentino) es una salida tan banal y perezosa…
Estoy muy lejos de ser un conocedor del arte contemporáneo, y admito con vergüenza que de vez en cuando confundo a Waltercio Caldas con Cildo Meireles, y que muchas veces paso por una exposición pensando que nada tiene el menor sentido para mí. Y, sin embargo, veo un valor inestimable en un proyecto como el de Inhotim. ¿Ya has ido?
Hombre, creo que Inhotim es el secreto mejor guardado del Brasil. Bueno, la gente de nuestro medio va a decir “claro, Inhotim, pero eso no tiene nada de secreto, todo el mundo lo conoce”, pero pregúntale a tus padres, primos, amigos fuera del medio literario/periodístico/editorial. Ellos no saben lo que es Inhotim. Y es increíble que exista ese lugar en Brasil. Un museo inmenso a cielo abierto. Un museo donde puedes zambullirte en una obra de arte. Un museo que permite que los artistas liberen todo lo que tienen de megalómanos. Hay instalaciones que no me gustaron mucho, pero que me impresionaron justamente por la imponencia, como el inmenso tractor tirando un árbol dentro de una cúpula espejada, de Matthew Barney.
Quizás la obra que más recuerde de Inhotim es la Sonic Pavilion, del californiano Doug Aitken. Es un pabellón vidriado con un agujero en el medio. El agujero tiene 200 metros de profundidad; en el fondo, Aitken puso micrófonos para grabar el ruido que viene del fondo de la Tierra y el ruido reverbera a lo largo del pabellón. ¿Y cómo es el sonido del fondo de la Tierra? Es terriblemente grave y extraño. Recuerda un poco a los drones, tan usados en la música experimental. Creo que soy capaz de producir una onda sonora parecida en mi sintetizador, pero será un sonido creado artificialmente, que no vino del fondo de la Tierra, y eso ya hace toda la diferencia. Hay que sentarse en el piso del Sonic Pavilion para entender.
Y eso queda en Brasil. A seis horas en coche desde São Paulo. Perdóname el deslumbramiento, pero me parece increíble. Pena que los detractores de lo contemporáneo nunca pasarán ni cerca de allí.
Vamos a arreglar ese almuerzo, xfa.
Saludos,
Nesky
De: Emilio Fraia
Enviado: 9 de enero, 2014
Nesky,
¿Conoces la ley Kenneth Tynan sobre el Cine Responsable? Esta dice que todas las películas que intentan diagnosticar seriamente los Problemas Humanos Contemporáneos son malas. Solo las películas históricas, las comedias, las sátiras y las de suspenso son buenas. Nota: para Tynan, Ciudadano Kane es en parte histórica y en parte sátira. O sea, estoy 800% de acuerdo contigo. Y, pensándolo después, la sinopsis de La gran belleza podría ser: “La gran belleza (Italia-Francia/ 2013, 142 min.) Al cumplir 65 años, un escritor bon vivant se cuestiona el rumbo de su vida y encuentra el antídoto para el arte vacío y frívolo de su tiempo en un vuelo de flamencos hecho en Windows 95”. Todavía no me recuperé de esa escena de los flamencos, qué cosa hedionda.
Sí, fui a Inhotim el año pasado. Me gustó todo lo que nombraste. Y está también el pabellón de Lygia Pape. Hombre. Ya quisiera yo escribir de esa forma, todo tan simple, elegante, geométrico. Otra obra que me impactó fue la de una española, Cristina Iglesias. No sé si la recuerdas, está en medio de un claro, en un lugar de selva cerrada. Es una escultura de acero, espejada, un laberinto: por fuera, las paredes reflejan la vegetación alrededor; por dentro, las texturas imitan raíces, hojas, troncos. Todo el tiempo se oye el sonido del agua. Y bien en el centro de todo, después de andar por corredores, algunos sin salida, volver, entrar de nuevo, se llega a una bomba de agua.
Antes de llegar, hay que caminar unos diez minutos por un sendero hasta alcanzar la obra. Esa parte está buena también. Tiene algo de sorpresa, y es como si una narración (la del sendero en medio de la selva) fuera interrumpida e invadida por otra (la de una gran escultura, un objeto extraño, un laberinto espejado).
Estuve pensando en historias así, que de repente se transforman en otras historias. Pasa mucho en los cuentos de Onetti. Siempre hay alguien que cuenta, imagina, inventa, recuerda. Y la historia contada, imaginada, inventada, toma la delantera y termina funcionando como una especie de comentario a la primera historia, que sigue allí, latente, al acecho. En Los ingrávidos, de Valeria Luiselli, hay algo así también. ¿La leíste? Tuve la impresión de que ese libro pasó medio desapercibido en Brasil. La narradora, que trata de escribir una novela, se obsesiona con el poeta mexicano Gilberto Owen, y la voz del poeta comienza a apoderarse de la trama y se mezcla con los recuerdos de ella. La yuxtaposición de las dos narraciones crea un efecto que me pareció excelencia pura.
Esta semana fue tensa, un millón de cosas para resolver. Debo haber ido al escribano unas cinco veces por lo menos. Y también la muerte que es responder emails. Uno responde cinco, diez, y ellos se multiplican en quince, veinte. Revisé la traducción de un cuento mío que va a salir en una antología de autores brasileños de Alfaguara en la Argentina. Y estoy intentando terminar mi libro. De hecho, me alegré mucho con la noticia de que estabas traduciendo Kassel no invita a la lógica, el nuevo de Vila-Matas. Es un libro que tiene que ver con estas cuestiones del arte contemporáneo, ¿no? ¿Qué te está pareciendo? Me gusta la forma en la que Vila-Matas aborda el tema. Historia abreviada de la literatura portátil es un librazo. Me gusta el lema de los portátiles: escribir por diversión obras que puedan fácilmente caber en una maleta (aunque, claro, escribir no sea algo exactamente divertido y haya novelas buenísimas que, dios mío, cómo pesan). En Exploradores del abismo está el famoso cuento con Sophie Calle y, en fin. Todo infinitamente más interesante que la visión de Mario Vargas Llosa sobre el arte contemporáneo, para dar un ejemplo peso pesado de un “detractor de lo contemporáneo”. Y, mira, no me tomes a mal, me encanta Vargas Llosa. Los cachorros, La ciudad y los perros y La tía Julia y el escribidor son libros que calan hondo en el pecho de este prosista. Pero esa reciente La civilización del espectáculo no da. Puedo hasta entender el empeño en conservar la tradición de la novela, etc., pero no que se convierta en un Flamengo-Fluminense.
Vi que en una entrevista reciente sobre Kassel, Vila-Matas cita un fragmento de una entrevista a David Foster Wallace. Voy a transcribirla aquí a título de “hasta pronto, Nesky”. Es así: “La ficción puede ofrecer una visión de mundo tan sombría como se quiera, pero para ser realmente buena tiene que encontrar una manera de, al mismo tiempo, retratar el mundo e iluminar las posibilidades de permanecer vivo y humano dentro de él”. Es algo “literario” y semicursi, ¿no? Pero qué sé yo. Creo que llegué al final, y casi estoy absolviendo a los flamencos, las propagandas de perfume y el Windows 95.
Abrazote, y esmérate.
Emilio
De: Antônio Xerxenesky
Enviado: 11 de enero, 2014
Dearest Emilio,
Me alegra que estemos de acuerdo en el ítem cinematográfico, aunque estaba esperando algún desacuerdo salvaje, algo que hiciera de esta última carta un espacio de disputa y pelea.
En cuanto a la instalación de Cristina Iglesias, no me acordaba: tuve que buscarla en Google para confirmar que visité esa obra en Inhotim. La verdad es que caminé por ese laberinto sin entender absolutamente nada. Cuando eso me pasa, prefiero ni mirar el release explicativo. Esos textos informativos que se proponen explicar una obra de arte con un montón de jerga académica sobre “la relación entre el hombre y el espacio” tienden a ser nauseabundos. Es gracioso cómo los dos reaccionamos de manera completamente distinta frente a una obra; si no la hubieras mencionado, no habría recordado ese lugar verde-vidriado.
Hace tiempo que estoy planeando leer a Luiselli. No creo que haya pasado desapercibida por aquí, varios amigos comentaron el libro; la verdad es que casi todo autor latinoamericano cuyo nombre no sea Roberto Bolaño termina siendo menos leído de lo que debería en Brasil. Tengo la impresión de que somos mucho más influenciados por las tendencias del mercado norteamericano; incluso los éxitos europeos a los que les va bien en Brasil tuvieron el sello de aprobación de los norteamericanos: Thomas Bernhard, W.G. Sebald... Una pregunta cruel: Roberto Bolaño ¿habría tenido tanto éxito en Brasil si no hubiera sido por la fama tremenda que tuvo en los Estados Unidos? Claro, quizás esté siendo paranoico.
No leí todavía a Luiselli porque me estoy olvidando de lo que es leer un libro por placer, una novela elegida por puro capricho. Sabes cómo funciona: trabajo ocho horas por día, después del trabajo voy a casa donde trabajo más, en otra cosa, en este caso en la traducción de Vila-Matas, y a veces incluso tengo alguna reseña o artículo por escribir o un libro que leer para escribir las famosas “solapas no firmadas”. Dios, y tengo que encontrar un espacio para leer algo de investigación para mi futura novela. Y un poco de tiempo para ver alguna película o una serie tonta, jugar videogames, existir, comer una hamburguesa, cepillarme los dientes.
Tengo que encontrar la forma de hacer que el día tenga 30 horas. O cambiar mi estilo de vida.
Volviendo a Vila-Matas: no está nada fácil traducir Kassel. No por alguna dificultad intrínseca del libro (aunque tiene muchas expresiones barcelonesas que nunca oí), sino porque Vila-Matas es un autor tan presente en mi vida que traducirlo es intimidante. Eso no quiere decir que tenga una idolatría ciega por él; como con todo autor que realmente admiro, tengo mis crisis de fe. A veces me parece que tanta metaliteratura y autoficción terminan quitándole mucho de humanidad, que faltan personajes tridimensionales. Y admito que Dublinesca y Aire de Dylan me parecieron libros de poca vitalidad. Este nuevo que estoy traduciendo, sin embargo, es increíble, es Vila-Matas en su mejor forma. Y si creyera en la sincronicidad, diría que es un mensaje del destino que este libro haya caído en mis manos. Vila-Matas trata varios de los temas que me vienen obsesionando: desde la defensa de lo contemporáneo –¡sobre lo que conversamos aquí!– hasta las caminatas de Walser y la reclusión de Wittgenstein (el último libro que leí 100% por placer fue la increíble biografía de Wittgenstein escrita por Ray Monk). Tu recuerdo de Historia abreviada es certero, Vila-Matas es buenísimo al abordar el arte contemporáneo, especialmente a los discípulos de Duchamp.
En fin, Kassel es un libro excelente y espero que mi traducción le haga justicia. No sé cómo es para ti, pero, para mí, traducir es un tanto como escribir ficción: durante todo el proceso creo que está quedando horrible y que soy una farsa. Solo después, revisando con calma, puedo evaluar de forma más realista el resultado. La excepción reciente fue la traducción que hice de El fondo del cielo, de Rodrigo Fresán. Al terminar, tuve la certeza de que había hecho un trabajo digno, de que Fresán estaba sonando natural en portugués, de que el resultado era una novela traducida sin acento y, al mismo tiempo, fiel. Quisiera que fuera siempre así.
Miro el tamaño de la carta que escribí hasta ahora y veo que estoy abusando del tiempo y del espacio, como el ganador del Oscar que continúa su discurso por mucho tiempo e ignora el volumen de la orquesta que va en aumento. Me gustaría encontrar una frase (una cita también sería válida), un tema, un mensaje, algo para cerrar en forma redonda nuestra correspondencia. No se me ocurre nada. He estado ansioso, no reconozco más la diferencia entre día de semana y fin de semana, vengo trabajando mucho y leyendo, por placer, poco. Por favor, vamos a arreglar ese almuerzo, un almuerzo que sea terriblemente largo e inútil, un almuerzo de tres horas, con café incluido en un segundo lugar y un helado de pistacho en un tercero. Creo que lo estoy necesitando.
Fue un placer,
Nesky
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