Intercambio: Lemus vs. Faverón
Hace algunos meses, dos de los críticos más sólidos del ámbito hispano, el peruano Gustavo Faverón y el mexicano Rafael Lemus, intercambiaron a pedido nuestro algunos correos electrónicos. Con rigor y conocimiento de causa, discutieron sobre el estado de la crítica literaria en América Latina, las prácticas del arbitraje y la canonización en sus respectivas regiones y el diálogo posible entre narradores y críticos.
A continuación publicamos ese intercambio.




De: Rafael Lemus
Enviado: 7 de enero, 2014


Hola, Gustavo.

Aquí estamos: dos críticos literarios convocados a discutir sobre crítica literaria. No sobre literatura o ciertos autores o ciertas obras sino –redundantemente– sobre crítica literaria. Si no me equivoco, cada vez se nos invita menos para hablar del trabajo de los otros y cada vez más para meditar sobre lo que hacemos. Como si tuviéramos que explicarnos. Como si tuviéramos que justificarnos. Como si, una vez que se ha aceptado que la crítica literaria está en crisis, se nos brindara una última oportunidad de exhibirnos. (Miren: ¡no venden, no escriben novelas, apenas si sonríen!)

Pero ¿de veras está en crisis la crítica literaria? Me temo que, para responder esa pregunta, habría que empezar por definir “crítica literaria” y a estas alturas no hay manera de alcanzar una definición convincente. Antes que crítica literaria, hay operaciones críticas y ocurren en múltiples sitios: libros, periódicos, revistas, blogs, publicaciones académicas, redes sociales. Antes que críticos, hay sujetos que escriben –constante o intermitentemente– sobre cuestiones literarias: académicos, escritores, periodistas, blogueros, tuiteros que discuten libros o comentan en tiempo real lo que están leyendo. Antes que una forma de ejercer la crítica, hay una batería de procedimientos y perspectivas, a menudo enfrentados. Hoy por hoy la crítica literaria es todo eso –esa vibrante y desorganizada suma de sujetos y espacios y saberes– y me alegra que así sea: mejor eso que las ordenadas cofradías que pretendían leer correctamente y a solas.

La verdad es que yo no veo crisis alguna en ese escenario. Casi por el contrario: el ámbito de la discusión literaria se ha expandido y nuevos sujetos participan –con más o menos potencia, con más o menos impacto– en un debate que, por otra parte, sucede siempre en tensión con los mecanismos de publicidad y consagración del mercado. Lo que en realidad está en crisis, pienso, es un tipo de crítico literario: ese que moraba casi exclusivamente en los suplementos y revistas culturales y desde ahí pretendía regular la discusión literaria en su campo nacional. Hoy ese crítico es un animal moribundo. Para empezar, se está quedando sin casa: desaparecen los suplementos culturales y adelgazan las revistas culturales. También se ha perforado el marco dentro del cual trabajaba: esa noción de literatura nacional al interior de la cual desempeñaba una función específica. Incluso el objeto del que se ocupa –la literatura– ha sido vapuleado por la teoría crítica y los estudios culturales y ha sido desplazado del centro de la cultura. Peor: ese crítico ya no puede reclamar autoridad alguna, ningún privilegio epistemológico, y su capital cultural ha terminado por devaluarse. En fin: me extiendo demasiado y me interesa saber qué piensas tú.


* * *

De: Gustavo Faverón
Enviado: 7 de enero, 2014


Hola, Rafael.

Lo que pasa es que hemos querido ver el oficio de crítico literario como una cosa eterna, que existe desde siempre, cuando en verdad el crítico profesional es un personaje moderno, acaso pasajero y quizás moribundo, mucho más temporal que la crítica como operación intelectual, que existe desde antes de él y existirá después.

El tipo de crítica que empieza a desaparecer está ligado a unas formas sociales que, como dices, en nuestro tiempo se están desvaneciendo. El crítico arbitral y canonizador, que siempre fue el menos interesante, es el que se desmorona hoy, atropellado por ejercicios que tienden a colocar a la literatura en un campo mayor (el de la cultura en general) en lugar de defender las fronteras de lo literario ante la arremetida de otras formas de producción y otras maneras de lectura.

Es interesante que la destrucción del oficio del crítico moderno-tradicional se inicie tanto desde el campo en que él se apoyó (la academia) como desde el campo al que temió (el desborde de la opinión popular, de la opinión no iniciada). Por un lado, los teóricos y críticos —sobre todo marxistas ingleses— que pusieron a mediados del siglo veinte los cimientos de los estudios culturales, y, por otro lado, el lector-comunicador del siglo veintiuno, que lee y responde a sus lecturas en los medios electrónicos (blogs, redes sociales, etc.), corroen el territorio de ese crítico pero ensanchan el de la crítica. Ambos son desarrollos encomiables y ambos tienen una inclinación democratizadora.

En todo ese proceso, debo decir, sin embargo, también hay un elemento temible, que mencionas, y sobre el cual necesito observar algo. Es el mercado mismo, que no tiene interés alguno en preservar la crítica, y que acaso tiene, más bien, un interés particular en abolirla. Y no me refiero a que quiera abolir la crítica institucional de diarios, revistas y academias (ésa, de hecho, todavía la puede utilizar), sino a su interés en abolir la crítica como operación intelectual en general. El mercado suele apreciar más el volumen que la calidad simbólica de la mercancía, y lo mismo le da vender una cosa que otra. Un mercado que pase de vender cien mil novelas notables a vender un millón de manuales de autoayuda es un mercado saludable según sus propios criterios, y la condición necesaria y suficiente para ese éxito banal es la debilitación de las operaciones críticas.

Si lo mejor de la revolución mediático-literaria contemporánea es que desaparezcan el arbitraje y la canonización mecánica que estaban librados a la palabra santificante del crítico moderno-tradicional (con frecuencia lastrado de prejuicios y reaccionario hacia el cambio), las prácticas mismas del arbitraje y la canonización, en cambio, siguen existiendo, sólo que ahora están directamente en manos de editores, agentes, promotores y publicistas, cuyos criterios son incluso más sospechosos que los de cualquier crítico que lanzara dictámenes desde una redacción de prensa. Hoy, un escritor puede acceder a la fama y al éxito antes de que su primer libro sea leído, si lo precede la campaña apropiada, y eso implica la movilización y la construcción de prejuicios —operaciones previas a la lectura— que copan y asfixian el juicio —operación necesariamente posterior a la lectura—. El canon está siendo reemplazado por la mesa de adelante de las librerías o por la vitrina de las novedades (o debo decir: por la página de apertura de portales como Amazon), y todo eso se confecciona, sobre todo, con criterios mercantiles. Sería interesante para mí saber qué piensas de este asunto.


* * *

De: Rafael Lemus
Enviado: 9 de enero, 2014


Gustavo,

Es cierto: uno termina topándose siempre con el jodido asunto del mercado. Sencillamente no hay manera de pensar la literatura hoy sin atender el voraz entorno comercial en que se inscribe. De hecho, tengo para mí que toda reflexión sobre la producción cultural contemporánea debe partir de un hecho: el giro neoliberal, que comienza, ay, a mediados de los años setenta en Chile y que para los años noventa ya ha transformado la configuración socioeconómica del planeta y, de paso, el espacio y la función de la cultura.

Me interesan particularmente los efectos que esa cruzada neoliberal tuvo –y tiene– sobre el circuito literario hispanoamericano. Se sabe: en los noventa las corporaciones editoriales españolas se expanden a América Latina. También se sabe: alrededor de esas corporaciones se crea una constelación de dispositivos (premios, concursos, festivales, antologías, revistas) cuyo objetivo es publicitar y consagrar a los autores que esas empresas venden. Lo que rara vez se dice es que la industria editorial española, además de mercar a una serie de escritores latinoamericanos, produce una cierta “literatura latinoamericana”. Es decir: no solo venden “lo latinoamericano”, también lo fabrican. Facturan un “latinoamericanismo” que, en lugar de alardear una vez más su exótica “identidad”, presume ahora su cosmopolitismo, su acoplamiento a los tiempos globales, su dócil inserción en el mercado internacional de libros. Oponerse a esos dispositivos, desarmar esa literatura-latinoamericana-hecha-en-España, contribuir a alumbrar otros circuitos: estas son algunas de las operaciones críticas que me importan.

Dices que las prácticas de arbitraje y canonización están hoy en manos de editores, agentes, promotores, publicistas. Estoy de acuerdo y no lo estoy: es cierto que todos ellos intervienen y se obstinan en colocar a sus autores, pero también es verdad que enfrentan la resistencia de otros muchos actores –críticos, académicos, editores independientes, cibernautas, lectores– que atienden otras escrituras. Un ejemplo: los criterios de la industria cultural española no siempre funcionan al interior de cada país latinoamericano, donde operan otros intereses, existen agentes distintos y se forman otros cánones. Prueba de ello son los casos de autores populares en el mercado iberoamericano que –a pesar de o quizás debido a toda la publicidad de que son objeto– no gozan de mayor estimación crítica en sus países de origen. Vaya, que esto es un campo de batalla y, aunque el mercado avanza, no todo está perdido.

Hablabas de la academia. Tú, además de practicar la “crítica periodística” en tu blog y en medios peruanos, eres profesor en una universidad en Maine. ¿Cómo conviven ambas labores? ¿Cómo funciona esa doble afiliación –al campo cultural peruano y a la academia estadounidense? Te pregunto porque tu caso empieza a ser el de muchos y porque en algunos sitios, como el medio literario mexicano, prevalece una fuerte resistencia a la academia –más todavía a la gringa–, por no hablar de una extendida fobia a la “teoría”.


* * *

De: Gustavo Faverón
Enviado: 18 de enero, 2014


Estimado Rafael,

El campo cultural peruano es débil y fantasmagórico. Sé que cosas como el paulatino desvanecimiento de los suplementos culturales o de las páginas de reseñas de libros son parte de un fenómeno que se produce en casi cualquier país de América Latina, pero en verdad creo que el caso peruano es extremo. Datos para el horror: en el Perú hay solamente dos diarios que conservan columnas semanales de reseñas. Una columna en cada diario, es decir, dos columnas permanentes de crítica literaria periodística que, sumadas, no llegan a las mil palabras por semana. Solamente un diario ha conservado su suplemento cultural, aunque crecientemente se ha convertido en una gacetilla de banalidades donde perfectamente la gastronomía puede ocupar más espacio que la discusión de libros, autores o artistas. En la televisión hay solamente un programa dedicado a la literatura y, en la radio, acaso un par. Por otro lado, la desconexión entre la esfera pública y el saber producido en la academia ha pasado de ser una quebrada o una hondonada a ser un cañón, un precipicio hondo y ancho desde cada cual de cuyas orillas la margen opuesta es tan lejana que resulta invisible. En todo eso, yo siento mi posición como la de una especie de observador extraterrestre: mi nave espacial acaba de caer a la superficie y yo estoy atrincherado en una tierra de nadie desde la cual unas veces veo sin ser visto y otras veces soy visto sin ver. Esa posición es sui generis porque, por un lado, yo soy un periodista y escribo columnas de opinión, casi siempre sobre temas políticos, en medios peruanos; por otro lado soy un novelista que primero fue crítico por muchos años y eso me convierte en un ornitorrinco en la fauna literaria nacional; soy un académico, lo cual en el Perú resulta exótico y muchas veces le otorga a uno cierta fama de arisco y elitista ganada a priori; y, para colmo de males, como señalas, vivo en el extranjero, y eso hace que sea visto como una suerte de apátrida sin mucho derecho a opinar sobre lo que ocurre dentro de un país que, al parecer, no puedo haber abandonado por otra cosa que el desapego, el rencor, la frustración, el simple odio o la más desbordada arrogancia.

Yo he descubierto, sin embargo, como seguramente han descubierto muchos otros escritores latinoamericanos que viven fuera de sus países y que forman parte de una academia extranjera, como la norteamericana, que todas esas extrañezas, al multiplicarse, acaban por formar una nueva normalidad: poco a poco aprendo a orbitar en torno a lo peruano y lo latinoamericano, a mirarlo desde adentro y desde afuera, a verlo con una nueva mirada, acaso más panorámica, y aprendo, además, a elaborar mi propia visión de ese mundo hecha con retazos de las cosas que he aprendido afuera y las cosas que he vivido adentro de esas fronteras. Por supuesto, parte de esa aprendizaje implica el reconocimiento de que lo que uno aprende afuera suele estar en conflicto con la experiencia, y a veces intentar comprender América Latina a partir de cómo es estudiada en Estados Unidos o en Europa es como caminar por las calles de tu pueblo sin alzar la cabeza, con los ojos puestos sobre un mapa que ha dibujado un forastero que pasó por ahí una vez, hace largo tiempo. Mi forma de contrarrestar ese posible perjuicio/prejuicio es mantenerme en contacto con lo que se produce, a nivel crítico y, en la medida de lo posible, a nivel teórico, dentro de la región. A veces, de hecho, tengo la sensación de que ese contacto mío con la crítica latinoamericana es más frecuente y natural que el de otros colegas escritores que están en América Latina pero que, no pocas veces, viven de espaldas a la producción intelectual de la región.

Porque el principal escollo, creo, el problema más grave que uno debe salvar cuando quiere “regresar” a lo latinoamericano luego de haberse introducido en un mundo académico foráneo, es la desintelectualización de la esfera literaria en el país de origen, y eso debe de ser un fenómeno repetido para otros latinoamericanos de otros países. Uno se encuentra con que el oficio de los escritores ya no parece ser la reflexión, sino una especie de ejercicio de la escritura que teme ser confundido con una práctica intelectual. Como si los escritores, de pronto, quisieran ser identificados más con estrellas del jet-set que con los nerds de la clase, y hubieran cultivado un rechazo a esa confusión: “¿intelectual, yo? No, yo soy un escritor, un ser intuitivo que transforma la sensación en palabras sin intervención de mi juicio; mi obra viaja directamente de mis terminales nerviosas a la página sin atravesar filtros ideológicos ni mucho menos teorías o elaboraciones filosóficas”. En el mundo posterior al giro neoliberal del que hablabas, Rafael, el escritor parece haber decantado su rol empujándolo hacia fuera de la esfera intelectual (una transformación radical en relación con la tradición del letrado latinoamericano, claro), entre otras cosas porque el intelectualismo no es uno de los bienes más preciados del mercado, y a veces es una mácula.

Dicho sea de paso, no hay que haber pasado por el tránsito del exilio o de la autodeportación para caer en ese hueco: estoy seguro de que tienes muchas cosas que decir acerca de la forma en que la esfera literaria ha reducido, encogido y ninguneado el rol de los críticos en las últimas dos décadas. Hace medio siglo, cuando emergió el boom, vino acompañado por el trabajo visible de numerosos críticos relevantes (Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, José Miguel Oviedo, Roberto Fernández Retamar, para mencionar sólo algunos), que parecían ir de la mano de los novelistas, consagrándolos pero también enjuiciándolos, de modo que el diálogo entre el crítico y el creador era parte inalienable del proceso literario. Ese binomio (iba a decir esa bipolaridad, pero mejor no) parece haber desaparecido ahora. ¿O estoy siendo demasiado apocalíptico?


* * *

De: Rafael Lemus
Enviado: 30 de enero, 2014


Estimado Gustavo:

Si el campo cultural peruano es ambiguo y fantasmagórico, el mexicano es obvio y pesado. Ahí está: un montón de trastos y espacios y grupos e instituciones más o menos administrado por el Estado. Es el aparato cultural el que propone y al final dispone: no solo beca y patrocina; digamos que también publica las bases (de becas, de concursos, de encuentros, de festivales, de publicaciones) que rigen el calendario, los ciclos, de la vida cultural mexicana. Desde luego que no es una sorpresa que de unos años para acá la discusión cultural en el país se haya vuelto de lo más solemne y oficiosa, ocupada como está en repartirse el botín y conmemorarse bajo cualquier pretexto y solo de vez en vez agitada por alguna escaramuza que estalla en las redes sociales y se apaga en las redes sociales dejando todo en el mismo sitio.

Vaya que allí, en ese campo, también prevalece un desvergonzado antiintelectualismo. Nada más tienes que asomarte: hordas de narradores que, despreocupados por casi cualquier cosa, deambulan en busca de su “voz”; pandas de ensayistas alérgicos a la teoría y adictos al ensayo “literario”; críticos que alardean de ir criticando libro por libro, de manera impresionista, dizque al margen de todo paradigma teórico. Creo que también esto es consecuencia, en parte, del dichoso giro neoliberal. Pasa que de pronto se anunció el fin de la historia, el cese de los antagonismos ideológicos, y muchos novelistas compraron la idea y, convencidos de que no hay ya nada importante que discutir, maquilan desde entonces entretenimiento. Pasa también que la escritura literaria, antes sin un espacio propio en las sociedades latinoamericanas y por lo mismo conectada con diversos ámbitos y asuntos, encontró un sitio en la economía neoliberal, justo al lado de la industria del espectáculo, y desde ahí se produce, mecánicamente, una y otra y otra novela.

Ya te imaginarás que en un lugar así, con sus pesadas lógicas propias y su orgulloso antiintelectualismo, no es ni podría ser muy popular la academia, y menos la academia gringa, y menos todavía la academia gringa partidaria de la teoría crítica o de los estudios culturales. Con todo y eso cada vez somos más los que venimos acá, o terminamos aquí, en alguna universidad estadounidense, y desde acá seguimos participando en la discusión cultural de allá. Quién sabe si esto tendrá a la larga efectos relevantes en la discusión cultural mexicana. Por lo pronto ha generado algunos desencuentros en el entorno cultural y disparado la ansiedad de algunos oxidados grupos intelectuales, de repente obsesionados con pulir su canon, relamer sus referencias y mantener el debate en los términos (humanistas liberales, digamos) que les conviene.

Es miércoles y es ya noche y me repito.

Un abrazo.


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De: Gustavo Faverón
Enviado: 12 de marzo, 2014


Estimado Rafael,

Disculpa que haya tardado tanto en responder tu mensaje. En los últimos días me encontré revisando, sin habérmelo propuesto, el capítulo de los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana de Mariátegui referido a lo que él llamaba “el proceso de la literatura”.

Es impresionante encontrarse con ese libro escrito a vuelapluma y de un tirón por un hombre muy enfermo que pronto habría de morir, un libro hecho urgentemente, que cubre tantos temas distintos, desde los ideológicos hasta los sociales y desde los económicos a los políticos, los educativos y los culturales, y hallar en él una mirada no sólo de vanguardia sobre la literatura de las décadas previas, las tres primeras del siglo veinte, y de su propio tiempo, sino, además, páginas que pronostican cómo será o cómo debería ser la literatura de las décadas futuras.

Mariátegui, por ejemplo, habla del tema indígena y del mestizaje en la poesía de Vallejo, y celebra su audacia y su poder de penetrar en el complejo tejido de la cultura andina, pero hace otras cosas más impresionantes que el ejercicio, de por sí insólito, que significa comprender a Vallejo en los años veinte. El pasaje que más me conmueve (y puedo decir que sin duda es eso: conmoción y emoción pura) es aquel en el que, rápidamente y sin mayor trámite, sin embrollarse en exquisiteces formales ni en juegos teóricos infinitos, luego de repasar la literatura indigenista y la novela de la tierra, Mariátegui pronostica el advenimiento de una literatura indígena moderna, escrita desde adentro del mundo andino pero a la vez atada a una nueva modernidad, no renuente al experimento vanguardista y a la innovación, sino capaz de buscar en ello una voz para expresar el vínculo entre la tradición indígena y su presente y su porvenir.

Uno lee esas páginas y siente el poder del crítico, que está pensando, sin duda, en las novelas y los cuentos de José María Arguedas. Pero Arguedas en ese momento es tan sólo un adolescente y le falta casi una década para publicar su primer libro. Por supuesto, románticamente, uno puede caer en la trampa de imaginar a Mariátegui como un brujo o un mago o un adivino ante una bola de cristal.

Menos románticamente, uno puede imaginar a Arguedas, un sesudo estudiante de letras, sociología y antropología, en la Universidad Mayor de San Marcos, años después de la muerte de Mariátegui, leyendo los 7 ensayos y descubriendo en ellos un llamado y una luz guía. Arguedas, en efecto, hacia mediados de los años treinta fundaría una revista llamada Palabra, una de las primeras publicaciones literarias de América Latina que tomaron en serio a Mariátegui no sólo como teórico social y político sino también literario. La lectura de Mariátegui transformó a Arguedas en Arguedas: en los 7 ensayos, Arguedas vio el camino que debía transitar y la sombra futura de los libros que debía escribir, y de allí vinieron Los ríos profundos y Todas las sangres, la polémica con Cortázar y la infinita y silenciosa polémica con Vargas Llosa, que delineó décadas de literatura peruana y lo continúa haciendo.

Ese fue, una vez, el poder de la crítica y la teoría literaria en América Latina. Eso es lo que no tenemos ahora. Eso es lo que deberíamos recuperar. ¿Es un sueño? Probablemente. Y quizá por eso es tanto mejor que nuestra realidad actual.

Un fuerte abrazo,
Gustavo



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