Intercambio: Echevarría vs. Tabarovsky
Entre mayo y junio del 2013, Ignacio Echevarría y Damián Tabarovsky intercambiaron algunos correos. Hablaron, entre otras cosas, sobre el tráfico editorial en el ámbito hispánico, las políticas de la lengua y el problema de la traducción.
Publicamos a continuación esa correspondencia.





Hola, Damián. Hace unas semanas, en una de mis columnas, recordaba un artículo tuyo en el que observabas que el mercado español estaba dando "gran lugar, quizá como nunca antes, a la más insolente tradición literaria latinoamericana". Corría el año 2008, y quizá por entonces podía alentarse –decía yo– tan saludable optimismo. Pero me temo que ya no. Entretanto, la crisis económica parece que está socavando el concepto mismo de "mercado español", y lo está haciendo hasta tal punto que, según especulaba yo en otra de mis columnas, se dan todos los elementos para que se produzca un reordenamiento decisivo del mapa editorial en lengua española. Me refiero a que cada vez se justifica menos la estructura radial que, en líneas generales, sigue ostentando el tráfico editorial del ámbito hispánico. Me gustaría saber qué piensas al respecto.


Hola Ignacio
Ya había leído tu columna (en el blog de Maxi Tomas: parece que ahora Maxi lo dio de baja, se cansó del blog…) y, claro, puede parecer que hubiera algo de ingenuidad en esa afirmación. Creo que la hice en Babelia, polemizando con un espantoso artículo de Vicente Verdú, que ahora no viene al caso. Pero sí es verdad que en esa época había una línea de cierta anomalía literaria (Aira, Bellatin, Fogwill, etc., etc., etc.) que parecía que entraba al mercado español. Yo mismo no me sentía ajeno a esa circunstancia. Pero a la vez, siempre planteando la desconfianza de que ese ingreso funcionara como legitimador de calidad (palabra que detesto, la uso solo para ir al grano). En verdad, nunca lo pensé en términos estrictos de mercado (ventas, premios, esas cosas irrelevantes) sino como la posibilidad de aspirar a un horizonte de lectura renovador, que genere incluso efectos novedosos sobre la escritura.
Pero decime algo más sobre tu hipótesis de que se “dan todos los elementos para que se produzca un reordenamiento decisivo del mapa editorial lengua española”. A primera vista, me parece un pensamiento quizás demasiado optimista…


Supongo que te consta, Damián, que el sistema editorial español hace aguas por todas partes. La caída vertical de las ventas agudiza las inquietudes que sobre el futuro de la industria del libro siembran las perspectivas de una transformación radical de las dinámicas y de los márgenes del negocio, motivada por las nuevas tecnologías y los cambios en los hábitos de consumo y de lectura. En la última columna que escribí para El Mercurio ("Hacia un nuevo orden editorial", se titulaba) discurría sobre eso a la luz de los datos nada halagüeños que de un tiempo a esta parte viene arrojando el llamado Índice Nielsen, al parecer bastante fiable. El caso es que los grandes grupos editoriales españoles miran cada vez más hacia Latinoamérica como tabla de salvación. Lo siguen haciendo, sin embargo, con mentalidad metropolitana, sin diseñar estrategias de conjunto. Se perpetúa de este modo una política editorial que no trabaja casi nunca contando con el horizonte de la lengua sino ciñéndose al horizonte particular de cada país. Las pequeñas editoriales, por su parte, carecen de recursos para desarrollar políticas editoriales ambiciosas, expansivas. Y en estas circunstancias España sigue ocupando una posición estratégica, tanto en los circuitos de distribución como en los de consagración, que se corresponde cada vez menos con su cuota de mercado y con su peso cultural. ¿Qué opinas tú?


Sí, claro, tiendo a coincidir, comparto la misma perspectiva. Pienso en esa frase de Gramsci, sobre lo “viejo que no termina de morir, y lo nuevo que no termina de nacer”. Quizás estemos en esa transición, o mejor dicho, en un impasse, que es una categoría teórica de gran productividad política (la idea de que hay un tiempo en suspenso, cuya resolución no conocemos, o conocemos que no se dará de forma lineal). En el caso argentino, podría decir que la industria editorial funcionó exitosamente cada vez que España tuvo problemas: a causa de la Guerra Civil llegaron exiliados (algunos de izquierda marxista y otros social–cristianos) que crearon las principales editoriales argentinas. En los ’60, Buenos Aires era el eje editorial de la lengua. Pero terminó el franquismo (concomitante con la dictadura argentina del ’76) y la industria española renació, se convirtió en hegemónica, y la latinoamericana entró nuevamente en zona de turbulencias. Ahora es evidente que la crisis económica, política y moral que atraviesa España (y Europa) vuelve apetecibles estos pequeños mercaditos de ultramar, pensados como una especie de ejercito de reserva de consumidores disponibles. Hubo un momento en que el mercado español descubrió que no podía funcionar solo importando best–sellers, y que tenía que crear los propios (dos Alatriste por cada Umberto Eco…) y ahora vemos las librerías de Buenos Aires inundadas de paupérrimas novelas españolas sobre la Guerra Civil… No se si esto va a prosperar, no lo creo (efecto de cierta influencia trotskista, a veces pienso que “cuanto peor, mejor”: irónicamente prefiero que se llene de novelones españoles, antes de seguir soportando los bodrios locales…).
Pero quiero detenerme en algo que mencionaste al pasar, y que me parece importantísimo, sobre lo que quizás podríamos avanzar juntos: el problema del “horizonte de la lengua”, como lo llamaste en tu mail anterior. La lengua me parece el lugar donde reaparecen estas tensiones, que incluyen al mercado editorial, el dinero, la economía, la política, la sintaxis… Tensión que se da ya desde el nombre: ¿Escribimos y hablamos en castellano o en español? ¿Es lo mismo? Nosotros, en Argentina, estamos acostumbrados –aunque las odiamos– a leer traducciones al español de España, a un español de España que exagera con los localismos, las marcas de la última moda catalana; pero en España no se tolera leer traducciones al castellano de Argentina, ni del resto de América Latina. Si una editorial latinoamericana pretende entrar al mercado de España, debe, casi necesariamente, traducir de un modo bastante más “neutro” a como lo haría para su mercado local. Digo esto bajo dos precauciones: una, la del riesgo del nacionalismo (no hay espacio aquí para desarrollarlo, pero dejo constancia de mi distancia frente al coloquialismo, el regionalismo, el costumbrismo, y cualquier otro tipo de nacionalismo). Segundo, sobre todo, lo dicho no debe leerse como una queja, un llanto, una victimización; sino como el resultado de complejas relaciones de dominación cultural, económica, política. Entonces, ¿qué política editorial y literaria es posible pensar para la lengua, para la lengua castellana como horizonte? ¿Cómo pensás, Ignacio, estos problemas?


Aciertas a describir muy bien, querido Damián, la actitud del sistema editorial español respecto a Latinoamérica: "una especie de ejército de reserva de consumidores disponibles". Y también de escritores disponibles, diría yo. Durante los años ochenta la industria editorial española se consolida y crece espectacularmente, dando lugar a grandes estructuras que hay que alimentar a toda costa. Pasada la euforia narcisista que en esos años hizo pensar a los españoles que eran una gran potencia cultural, pronto hubo que proveerse de materias primas en otros lugares, con tanta más razón en cuanto la competencia mutua y la intromisión de los agentes literarios habían elevado por las nubes los adelantos por cualquier autor español mínimamente prometedor. La apertura del mercado español a los autores latinoamericanos, que comienza a producirse hacia finales de los noventa (después de más de dos décadas de resaca del boom y de las consecuencias catastróficas de la crisis arancelaria, en los setenta), obedece a esta dinámica. En este marco, la irrupción de Bolaño tuvo un efecto detonante parecido al que en los sesenta tuvieron la irrupción de Vargas Llosa y García Márquez. Pero las condiciones son muy otras, por no decir de signo completamente inverso. El boom se produjo en un momento de gran efervescencia cultural, sobre un horizonte de utopía en el que las nociones de vanguardia y de revolución (dos asuntos que Bolaño tematiza recurrentemente en su obra) tenían todavía plena validez. En los noventa, la mencionada apertura del mercado español a los autores latinoamericanos es producto, como ya he dicho, de su necesidad de proveerse tanto de autores baratos y novedosos como de una nueva franja de lectores. Pero no hay una verdadera expectativa de renovación y recambio. De ahí mis reservas hacia tu diagnóstico de 2008 de que el mercado español estaba dando "gran lugar, quizá como nunca antes, a la más insolente tradición literaria latinoamericana" (y prometo que es la última vez que te recuerda esta frase). Nunca fue así, en realidad. Se publicó a autores como Fogwill o Aira, o como Sada y Bellatín, por razones estratégicas, y de prestigio; y sobre todo por ver si con alguno de ellos –Piglia, por ejemplo– sonaba la flauta. Pero, a diferencia de lo ocurrido en los sesenta, el sistema literario español ha permanecido casi impermeable a las propuestas de esa "tradición insolente" a la que tú aludías, y reacio, en general, a las novedades procedentes de Latinoamérica. A comienzos de este año publiqué una columna ("Impugnación", se titulaba) en la que, entre otras cosas, llamaba la atención sobre el hecho de que en las listas de los mejores títulos del año 2012 apenas figurasen autores latinoamericanos. Concretamente en El Cultural, el suplemento en que publicaba mi columna, en una lista de "las diez mejores obras de ficción publicadas en los últimos doce meses por autores españoles e hispanoamericanos" no aparecía ningún autor hispanoamericano, ¡ninguno! Sólo la mitad de los críticos consultados mencionaban a algún autor hispanoamericano en sus listas particulares, pero el total de las menciones apenas sumaban media docena, entre un total de ochenta. Así están las cosas, después de quince años de "apertura" del mercado español a Latinoamérica. Por otro lado –y por poner ahora un toque humorístico a esta parrafada–, en una reciente encuesta hecha por el diario madrileño ABC sobre cuál era la mejor novela española del lo que llevamos de siglo XXI, la novela más votada resultó ser La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, con el argumento de que se nacionalizó español en 1993. ¿Qué decir ante una cosa así, como no sea prorrumpir en carcajadas? Si se aspira a que se dé un tráfico literario y editorial normal entre España y Latinoamérica, tienen que alterarse radicalmente las coordenadas conforme a las cuales se ha establecido este tráfico, y ello pasa, entre otras cosas, por un cambio de actitud por parte de los autores latinoamericanos en sus relaciones con los editores españoles. Pasa también por una reflexión colectiva sobre las preguntas que te haces, y que me haces: ¿Escribimos y hablamos en castellano o en español? ¿Es lo mismo? ¿Qué política editorial y literaria es posible pensar para la lengua, para la lengua castellana como horizonte? Son preguntas fundamentales, sobre las que me gustaría apuntar algunas cosas. Pero ya me he extendido demasiado por hoy. Me tomo un respiro, y retomamos la cuestión. Mientras tanto, leeré curioso lo que tengas que decir sobre ella.


Es extraño, pero podría decirse que, desde América Latina, la situación es especular, con la diferencia (no menor, sino clave) de que España tiene el poder económico del habla hispana. Quiero decir: por aquí tampoco se aprecian mucho a los autores españoles, que ni siquiera funcionan a escala de cierto prestigio decorativo, como insinuás que ocurrió en España con nosotros. Fuera de los tanques mediáticos, son pocos los escritores españoles que se conocen. Por dar un ejemplo, no se cuántos leyeron en Buenos Aires a Gopegui, Magrinyà o Marta Sanz. Varios autores más jóvenes publicaron aquí algún libro, gracias a dineros del estado español, y por lo general pasaron desapercibidos. Creo que, entre otras cosas, se retoma la larga sombra de Borges que, casi, despreciaba a la literatura española. Nuestro amigo Fogwill es también deudor de ese prejuicio: suponía que lo único que había en España era plata (me acuerdo que cuando yo lo contradecía, me trataba de “empleado de Claudio López”). Ese combo de anticipo alto, una famita breve, la nota en Babelia y, en el mejor de los casos, una invitación a Barcelona, forma parte de las razones del interés de muchos escritores por publicar en España. A mí a veces me decepciona esa actitud, no solo porque los anticipos que me consiguió Constantino Bértolo son bajísimos… sino porque leo muchos buenos autores españoles: Mercedes Cebrián, Rosa, Julián Rodríguez, Elvira Navarro o los mencionados más arriba, entre otros. Para los que estamos en esta situación –de lectores de aquí y allá– aparece siempre la tentación de sentirnos una especie de “puente” entre ambos lados del océano. Pero pocos lugares me interesan menos. Antes que los puntos de encuentro –que por supuesto los hay– me interesa agudizar las contradicciones. Creo en la productividad del conflicto. La discusión por la lengua, es uno de esos puntos. Tomemos un caso, el de las traducciones. Siempre valoré la traducción de Vila-Matas de Copi y la de Javier Marías de Auden o Ashbery, todavía no superada (siendo que leí al menos otras tres traducciones de Autorretrato en un espejo convexo). Pero las considero excepciones. Por lo general las traducciones realzadas en España son muy malas, creo que incluso hasta para los españoles. Y para nosotros son, casi, ilegibles (a veces parecen ya no hechas para el mercado español, sino solo para los lectores de algún café de la Avenida Diagonal en Barcelona...). Sin embargo, no hay ninguna intención de atender a esos mercados, como se dice en marketing, es decir a los mercados latinoamericanos. No sería demasiado oneroso, no digo ya encarar dos traducciones (una para España, otra para el resto de la lengua) sino al menos presentar una, para América Latina, que simplemente atenúe el efecto híper local del castellano utilizado en la metrópoli. ¿Por qué no se hace? No es por una cuestión de dinero, sino, me atrevería a decir, por una posición ideológica que incumbe a la industria editorial española, pero también al estado (el Instituto Cervantes) y que consiste en pensar que la lengua es una para toda Iberoamérica (es gracioso, en el único lugar en que se habla de “Iberoamérica” es en España) y que, por supuesto, esa lengua única es la de España. Yo tengo muy en claro esa situación (que, en camino opuesto, dificulta también la entrada en España de traducciones realizadas en América Latina) pero la pregunta que me hago es cómo discutir con esa posición dominante, sin caer en la defensa de una especie de nacionalismo, de localismo de la lengua, de regionalismo del idioma, o de cualquier tipo de esencialismo. Me refiero a las traducciones, no a mi propia escritura, donde naturalmente escribo de “vos”, etc. de manera natural. Pero como editor, es una pregunta que no dejo de hacerme: si la traducción es muy “argentina” en el acto dificulta la llegada al mercado Español, pero si se va hacia lo “neutro” se vuelve irremediablemente una mala traducción. Quiero decir: ¿se pude pensar en toda la lengua, pero desde acá?
Un último punto sobre el que no avancé, porque no lo tengo claro: ¿qué cambio de actitud reclamás de los escritores latinoamericanos hacia los editores españoles?
PD: si bien es absurdo, creo que haber recibido un premio como escritor español, lo debe haber puesto muy contento a Vargas Llosa…


Me temo que se nos acumula la faena, querido Damián. Y no sé si hay tiempo ni lugar para tratar tanta y tan arborescente materia. Empecemos por ese asunto que no te quedó claro: ese cambio de actitud que reclamo a los escritores latinoamericanos en sus relaciones con los editores españoles. Tú mismo te adelantas a responder en parte, cuando hablas del anticipo supuestamente más alto, de la "famita" breve y puntiaguda, de la notita en Babelia y –en el mejor de los casos– de la invitación a Barcelona como señuelos con que los editores españoles atraen a decenas de escritores latinoamericanos. Empecemos por decirles a esos escritores que, hoy por hoy, los anticipos son –como bien te consta– miserables; la "famita", imperceptible; que, por amplio que sea su prestigio en Latinoamérica (indicio inequívoco de la naturaleza metropolitana del espacio cultural hispánico), hoy nadie con dos dedos de frente se toma en serio a Babelia, en España o fuera de ella; y que desde "el año de la crisis", 2008, los viajecitos de promoción a Barcelona, o a la Casa América de Madrid, se administran con cuentagotas. Lo siguiente es aconsejar a esos escritores que no suscriban sin las debidas garantías contratos mediante los cuales cedan los derechos de explotación de su obra en todo el ámbito de la lengua: la mayor parte de las veces, esos contratos defraudan la expectativa de que la obra en cuestión circule por distintos países de Latinoamérica (aun cuando se trata de una multinacional), y se pierde la oportunidad de ediciones locales. Toco de paso un asunto de importante gravedad y trascendencia: para muchos editores españoles, y no sólo los grandes sellos, editar a un escritor latinoamericano sólo parece rentable si, además de en España, se puede vender en su país de origen y quizás en otros países. Pero muy pocos de esos editores están en condiciones de cumplir su propósito, y con su codicioso acaparamiento de derechos han conseguido "atrofiar" la circulación de un buen número de obras que, de no estar "enjauladas" por contrato, quizás hubieran corrido otra fortuna. Nos hallamos ante otro indicio de la desconfianza de los editores españoles en la resonancia y rentabilidad de publicar escritores latinoamericanos. Pero no quiero extenderme con esto. Lo que sí quiero es terminar este apunte clamando por lo que debería ser obvio: que el marco natural de un escritor es la tradición de la que surge; que su público natural son, en primera instancia, sus propios compatriotas, y que todo paso dado en dirección a que el acceso de su obra a ese público quede mediado por criterios foráneos (estratégicos, comerciales o del tipo que sea) atenta contra el adecuado impacto de esa obra. Por aquí trasluce un debate que ha sido decisivo en los rumbos de la literatura latinoamericana: el debate entre cosmopolitismo y regionalismo (ahí queda el amago de polémica entre Arguedas y Cortázar), un debate que hoy debería encuadrarse entre los términos localismo/internacionalismo. Se trata de un debate fundamental, a cuyo fondo se está muy lejos de haber llegado.
En cuanto al asunto de la lengua... Uf, aquí tocamos hueso, me parece. No estoy seguro de compartir tu negro diagnóstico sobre las traducciones españolas. Habría mucho que replicar al respecto. En cualquier caso, me sorprende que te plantees, aunque sea pasajera e informalmente, que lo deseable sería que hubiera dos traducciones: una para España, y otra para el resto de la lengua. ¿Acaso piensas que "el resto de la lengua" ofrece la suficiente homogeneidad como para que una solución de este tipo resultase satisfactoria? Para el oído argentino, ¿son mejores las traducciones mexicanas que las españolas o que las colombianas? Lo pregunto, no lo sé; pero no debería serlo, pues se trata de realidades idiomáticas tan distintas entre sí como lo son el castellano que se habla en Argentina y el que se habla en España, si no más.
El problema de la traducción se enmarca en uno mucho más amplio y profundo que es el de la lengua escrita en castellano. Ya no se trata ahora de que la vieja metrópoli ejerza un derecho de pernada sobre el idioma, ya sea a través de la Academia, ya a través de la industria editorial o periodística. Se trata más bien de "la diglosia característica de la sociedad latinoamericana", que tiene sus raíces en un proceso histórico y cultural que Ángel Rama describió magistralmente en La ciudad letrada. Me he referido a este asunto en múltiples ocasiones, la última de ellas en un prólogo a una antología de ensayos de Rafael Sánchez Ferlosio (Carácter y destino, Ediciones UDP). El caso es que, mucho más contrastadamente aún que en la Península, en Latinoamérica se produce una divergencia radical entre el habla de la calle y la lengua escrita. Así es desde el comienzo mismo de lo que quepa entender por literatura latinoamericana. Ya hace mucho, a propósito de una antología del cuento latinoamericano que se publicó en España con mucho ruido, llamaba yo la atención sobre la ausencia de colorido idiomático, de contrastes lingüísticos, que se observaba en esa antología. No se trata sólo (que también) de que los editores españoles tiendan a obviar aquellas propuestas literarias que trabajan en la superficie del idioma; se trata de que lo propios escritores españoles y latinoamericanos, todos, tienden a emplear una lengua estandarizada, una especie de "latín" escriturario o de koiné, que tiene circulación internacional, y que apenas registra variantes locales, como ese "vos" que dices tú emplear en tus novelas. En el empleo de ese castellano "extraterritorial" reside, a mi juicio, una de las claves del éxito de Bolaño, por ejemplo. Y eso que, en la actualidad, los editores españoles ya no pasan el "rodilllo" estilístico sobre los textos procedentes de Latinoamérica, como hacían antes. Hay mucho más respeto en ese punto. Lo que permanece, en cambio, es esa diglosia interiorizada en la mayor parte de quienes escriben en castellano. No pretendo decir que falten en la literatura española y latinoamericana de ayer y de hoy ejemplos de coloquialismo, de costumbrismo verbal, de regionalismo: el asunto apunta más lejos, a la lengua escrita como un "sobreidioma". Al lado de esto, habría que considerar que el castellano de Latinoamérica convive con decenas o centenares de lenguas originarias del continente de las que en esa lengua escrita apenas queda registro.
El asunto, como ya te digo, es amplísimo, y para mí fascinante. Lo cierto, en cualquier caso, es que el escritor latinoamericano que trabaja en el nivel de la lengua, de su lengua local, está condenado al aislamiento. Y que de la pretensión de acceder a un público potencial de cuatrocientos millones de hablantes (de los que se presume ingenuamente que comparten una misma lengua) surge esa lengua escrita por la que instintivamente optan la mayoría de los escritores.


Querido Ignacio.
Es cierto, nos hemos internado en eso que llamas “arborescente materia”, que no es ajena a eso que uno de mis maestros –Héctor Libertella– nombraba como El árbol de Saussure. Pero esta bien que así sea, y también me gusta que rocemos tantos problemas, como quien establece un sumario, un índice para discusiones posteriores. No es menor, al menos, tener en claro sobre qué discutir.
Te cuento una anécdota, o quizás dos, quizás ilustrativas de varias de las cosas que venimos charlando. Cuando recibí las galeras, con las correcciones propuestas por la editorial, de lo que sería mi primera novela publicada en España, me encontré con esta situación: al comienzo del libro, ante una frase que decía “se mudó a un departamento con vista a Plaza Italia”, la corrección proponía: “se mudo a un piso con vistas a Plaza de Italia”. La corrección no cambiaba ya el habla argentina de mi texto, sino el nombre mismo de un lugar de Buenos Aires (Plaza Italia por Plaza de Italia). Obviamente lo llamé a Constantino, que, también obviamente (o no tan obvio: se vuelve obvio por ser él, por ser cómo es y tener igualmente en claro todos estos temas) me dijo que no le hiciera caso a la corrección. Pero ¿si le hubiera hecho caso? ¿Y si me hubiese topado con otro editor? Allí lo que funcionó es el sistema de producción editorial estándar que tiende a homogenizar la lengua, homogeneización que va siempre del centro a la periferia (más allá de que coincido con vos, en que ese tipo de correcciones no son tan frecuentes en España como antes).
La segunda anécdota, fue después de la salida de Autobiografía médica, novela antecedida por La expectativa. Las dos fueron leídas, de alguna manera, como novelas sobre la caída social, sobre personajes que prometen, que buscan un asenso social y luego no lo logran y caen (ni siquiera se si estoy de acuerdo con esta lectura: probablemente no). Pero un editor extranjero, que tradujo esas dos novelas, me dijo: “Muy bien: ahora escribíte una tercera sobre el tema, y hacemos una trilogía y posicionamos los libros en esa dirección”. Yo tenía en la cabeza otra novela (terminó siendo Una belleza vulgar) que no tomaba ese rumbo (aunque tal vez sí: es la caída, pero de una hojita del árbol…). ¿Qué debía hacer? ¿Seguir esa sugerencia? Si lo hacía, seguramente cobraría un anticipo más alto, y sobre todo los libros (y por ende: yo) tendrían seguramente mayor visibilidad en el mercado (¡La trilogía sobre la caída social argentina!). Lo que quiero decir es que el mercado (incluso en escritores como yo, que no “vendemos” mucho, no somos “exitosos”, etc.) está siempre presente, y que es imprescindible tener siempre en cuenta las condiciones materiales de producción de los textos.
Y aquí engancho con lo que decís sobre el cambio de actitud de los escritores en relación a los editores (con independencia de si son latinoamericanos o españoles), que va más allá de los editores, y sería algo así como la posibilidad de un pensamiento sobre estas cuestiones: la lengua, la edición, la circulación de los textos, el mercado… atravesado todo por las condiciones materiales de escritura. La forma más fácil de resolver esas cuestiones, para un escritor al que le va más o menos bien, es conchabarse un agente, y listo. Alguien que te encuentre editorial, resuelva el anticipo, se ocupe de las cuestiones burocráticas (qué es verdad que son un plomo) y etc. etc. Alguien que nos permita dedicarnos “solo” a escribir. Pero escribir nunca es “solo”. Debajo de esa falsa ingenuidad, me sigue pareciendo necesario, para un escritor, formular un pensamiento crítico sobre estas cuestiones.
Ultimo tema, por hoy: no te respondo sobre la posibilidad de traducciones para España o para América Latina, o para distintos castellano de Latinoamérica, porque ni siquiera estoy seguro de qué pienso sobre el tema. Experimento, sí, un malestar por cómo fueron las cosas hasta ahora, por cómo la traducción –como práctica, pero también como política– fue afectada (casi diría: fue el corazón) por las estrategias de concentración editorial. Y experimento también, la certeza, o mejor dicho, el deseo, de que cambien. Volvemos, pues al principio, a tu primera intervención, en el sentido de que se dan todos los elementos para que se produzca un reordenamiento decisivo del mapa editorial en lengua española. Empecé escéptico frente a esa afirmación, y a lo largo de esta conversación fui moderando ese escepticismo… no sé… regreso siempre al aforismo de Gramsci. “pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”.




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