Música: Mersey


Mersey: sumando puntos
By Natalia Mardero

Se dice que en Montevideo levantás una baldosa y hay un músico. No sé si es un lugar común, no puedo comprobarlo empíricamente, y tampoco me importa. Lo que sí es cierto es que, para bien o para mal, la ciudad es bastante musical. La diversidad de géneros (y la imposición de los mismos) se percibe en la calle: te subís a un bondi y el chofer tiene cumbia o melódico internacional a todo lo que da; los adolescentes invaden los shoppings con reggaetón saliendo de sus celulares; el feriante cuelga en el puesto una radio en la que canta Gardel; en verano suenan las murgas; los domingos los tambores; y en los bares que más conozco de las bandejas sale el pop anglosajón más sofisticado o tocan bandas locales. Entre toda esa mixtura, algunos preferimos apuntar las orejas hacia afuera, investigar el catálogo de un sello independiente de Portland antes de darle una chance a un músico local (un poco por snobs, otro poco porque el pasto siempre se ve más verde del otro lado de la cerca) Y esa actitud de mirar hacia afuera, lejos, se repite con el cine, con la literatura, con la tele... Hay una necesidad de estar actualizado, de saber qué pasa allá lejos, de consumir cultura de otro lado. En mi caso es más una cosa de costumbre; de casualidad crecí escuchando bandas anglosajonas y el oído se me formó y acostumbró así. Me puedo llegar a erizar con una guitarra grabada en California pero no entender nada de nada cuando suena un bongó o un tamboril. De todas formas cada tanto aparece una canción, un músico/a o una banda que logra romper el hechizo y traerme de vuelta.




Estoy escribiendo una historia. El escenario es Montevideo, y los personajes tienen veintipocos años. Cuando escribo suelo poner música de fondo, porque me convencí de que me ayuda a encontrarle el tono a cada capítulo, a fluir mejor. Cuando pienso en la ciudad que quiero retratar, en los personajes, surgen discos como “69 love songs” de los Magnetic Fields, o el “Tigermilk” de Belle and Sebastian. Pero como la ciudad de la que hablo es la mía, y como quiero que se sienta como la veo, le he dado play más de una vez al disco “Canciones de Irma y Julio” de Mersey, mi banda uruguaya favorita desde hace ya algunos años.




Todo comenzó una noche que vi a Franny Glass (Gonzalo Deniz) en el sótano de Living. Ahí me entusiasmé como una adolescente con sus canciones, con su primer disco, y luego el flechazo con su otro proyecto, Mersey, se dio de manera natural. Finalmente sentía que la ciudad en la que estaba viviendo tenía un sonido que le ajustaba como un guante, o al menos era el guante que yo estaba esperando encontrar. Para mí Mersey tiene la combinación perfecta de eso, de ser montevideanos y de haber crecido escuchando una buena dosis de música foránea. No suenan pretenciosos pero sí dedicados, y sus melodías me dan ganas de abrazarlos. Son como los sobrinos de Fernando Cabrera, por la cadencia, por esa cosa de ser contemplativos en el asfalto, por la melancolía -que en ellos es más dulce y menos peligrosa-. Y está el humor. Esas frases que irrumpen en el momento menos pensado y te hacen sonreír cada vez que las escuchás. No caen en los lugares y poses comunes del rock; estos pibes no tienen vergüenza de ser suaves, sensibles, de tener amigas.




A “Canciones de Irma y Julio” lo escuché hasta el hartazgo. Atravesé con él amores, vacaciones de piel achicharrada, noches de luna llena, viajes en ómnibus atestados, horas de trabajo y escritura. Es un disco conceptual que recorre las idas y venidas de sus dos personajes, y oh casualidad, les oí decir por ahí que el “69 love songs” era una especie de influencia. Y ahí sigue en mi computadora, asomándose detrás del archivo Word, recordándome que la mejor banda de sonido de una ciudad no es la que más hable de ella, sino la que mejor la capture en un momento determinado.

P.D.: descargá el disco en www.merseybanda.com