Oliverio Coelho: Un día en la vida
Llegué a PN con Valentina y sus dos perritas. El lugar está escondido en la costa de Uruguay. No es que sea secreto. Tampoco un lugar olvidado. Es un hueco que quedó entre Piriápolis y Punta del Este y que creció de un modo atenuado, en sintonía con el paisaje. Se trata de una zona vacante que tiene una belleza puntuada, como casi todo en Uruguay –el hombre parece armonizado humildemente con la naturaleza-. Gonzalo, un amigo de la infancia de Valentina se instaló en PN –sigla de un lugar que debe mantenerse en clave a pedido de los lugareños, que prefieren preservar la zona de los embates de la civilización y del desarrollo urbano-. Compró un terreno y de a poco construyó casas de barro con un gusto refinado, con la intención de volverlo un pequeño hostal libertario. El grupo de tres casas con galería en torno a un centro tiene algo extraordinario. Ahí se apoya el sol al amanecer. Ahí da la luna cuando cae el día. La presencia de una cuarta casa cerrando el círculo, interrumpiría el curso de la luz. Aunque está a pocas cuadras del mar, el terreno de Gonzalo linda con el monte y el campo. Al menos sensorialmente, monte y campo se filtran en el aire y parecen confluir ahí. Más allá de las casas, en el monte, acampan cirqueros amigos de Gonzalo. Ensayan una varieté que estrenarán después de año nuevo, en la plaza de PN, que no es más que un terreno agreste, con algunos bancos. La ausencia de Iglesia es aliviante. No hay señales de Jesús. Tampoco hay arenero ni juegos. Da la impresión de que en cualquier lugar de PN podría construirse esa plaza.
En la cocina y la galería la presencia de cirqueros –acróbatas, trapecistas, clowns- que matean y cocinan, le agrega a la atmósfera algo fellinesco. Cuando suena un acordeón acompañado por un clarinete, tengo la impresión de que la función va a comenzar y recuerdo La strada de Fellini. Las perritas corren de un lado a otro, persiguiendo gatos o a otros perros. Desde la planta alta de las casas, donde Gonzalo diseñó terrazas vivas, se ve el mar. La atmósfera de PN, en definitiva, es ideal para entrar al 2013. Las máscaras de la naturaleza están expuestas. Un lugar tan pacífico modifica el paso del tiempo. De pronto es 31. Nos despertamos al mediodía y después de cumplir el ritual del mate y las galletitas, vemos en el cielo la sombra de una tormenta próxima. Detrás de unas dunas ligeras, la playa está desierta, tiene una amplitud cinematográfica y la ferocidad del mar, ese día, entre nubarrones, perfectamente le cabría a alguna película blanco y negro de Hitchcock. Llovizna pero igual me zambullo y nado. Valentina, temerosa siempre de que me ahogue, prefiere no ver y se aleja caminando hacia los únicos que a esa hora están en la playa: un anciano con su hijo. Pescan en silencio, sentados ante el mar cada vez más revuelto. Me uno. Sonríen como si me estuvieran esperando. El anciano de ojos celestes, raramente angelical, con el torso desnudo y cubierto de arrugas –toda la historia de una vida parece cifrada en esa piel y en la mirada apacible-, me ofrece whisky. Tiene un chop lleno de Chivas 18 años cuya asa aferra con fuerza, como si en la bebida estuviera el equilibrio ante la furia del paisaje. La botella yace en un balde, por la mitad, junto a las carnadas y los anzuelos. Admito que no existe mejor plan que un whisky frente al mar, junto a Valentina, quien en pocos minutos, como si fuera una agente secreta, consigue extraerle al anciano todos los secretos de su vida. Al rato nos alejamos. La tormenta se desata. Padre e hijo siguen inmutables frente al mar. Pienso que el 2013 comienza en ese momento, con la tormenta y la imagen de esos dos hombres que frente al mar celebran una despedida misteriosa.
Ver también:
[Alejandra Costamagna] [Yuri Herrera]