Música: Ejaculator Command & Horror Fragment


Ejaculator Command & Horror Fragment
Por Matías Correa


Soy un analgésico espiritual, dice mi marido:
–Yo estoy aquí para hacerle bien mis amigos. Ese es mi rol en el universo, y el centro del universo soy yo.

Así es cómo habla, cosas como esas son las que suele decir él. Pero mi marido no es mi esposo o mi amante, mucho menos mi amor con mayúsculas, tampoco en cursivas ni en negritas. Mi marido, de hecho, se pone nervioso cuando le toca compartir el sofá con gente gay (digo: “homosexuales con pene”, ya que para mi marido las lesbianas en primer lugar son niñas, mujeres siempre atractivas, antes que mera gente o personas gay). Mi marido es metalero-punky y también funcionario público y poeta (Sin alma, Ediciones Tácitas, 2011); sí, tal vez sea misógino en cierto modo, misántropo sin lugar a duda, pero homofóbico jamás. A pesar de lo que opinen especialistas en teoría de género y feministas de ocasión, el tipo es adorable, de eso puedo dar fe. Mi marido y yo alguna vez fuimos colegas: hace mucho ya, trabajamos los dos en un e-commerce transnacional donde escribíamos chistes para vender cupones de descuento online. Después nos hicimos amigos y años más tarde, como por accidente o necesidad, terminamos viviendo juntos en un departamento que arrendamos más o menos barato –compartiendo, además de una vida doméstica, los gastos comunes del edificio, las cuentas del gas y la luz, las compras del supermercado y los cuidados del gato–.

Mi marido se llama Corrales(!) y al gato le decimos Chito, aunque su nombre de veras es Gatotó. Desde que despierta a eso de las siete y media, Chito/Gatotó solamente escucha Radio Beethoven. Religiosamente, a esa hora, pongo música en el departamento antes de darle al gato sus pellets para desayunar –Prescription DIET™ es lo que come el animal todas las mañanas, asimismo al mediodía y también ya después las seis–. Mientras yo me paso el resto del día en casa junto al Chito/Gatotó, por los parlantes del comedor suenan como ruido blanco (para su oído tanto como para el mío) composiciones de Rachmaninov y Bach, Chopin, Ludwig Van y Debussy, los más poperos del 96.5 FM en el dial local. Este playlist, aguado y beige en cierta medida, resulta estéticamente transparente al momento de escribir y leer, de modo que permanece sonando ininterrumpidamente hasta que por la tarde salgo camino al metro; de ahí, al taller.

Esta rutina, siempre la misma de lunes a jueves, de manera excepcional se quiebra cuando a pasos de la puerta de entrada, una que otra vez, a eso de las siete coincidimos con Corrales(!) en el departamento: entrando, él; saliendo, yo. Entonces me toca ver no solo cómo el gato, desde las orejas en punta hasta el extremo de su cola, se excita y eriza ante la presencia de mi marido cuando este estaciona su pistera adaptada, desabrocha el seguro de su casco, me saluda con un ¿Cómo te va, maraco? y, sin esperar una respuesta por mi parte o la del gato, desenchufa el cable de la radio y lo conecta a su celular. Es en ese momento, cuando Corrales(!) llega a casa por fin, que Beethoven calla y Chito/Gatotó casi parece sonreír nada más el grindcore empieza a sonar por los parlantes.



Son canciones cortas las del grindcore.
Dos minutos, dos con diez, a lo más.
En la banda de Corrales(!), el batero es quien más payasea: entre canción y canción, le pasan un micrófono al que toca los tarros y este hace de frontman.
La única vez que he visto a mi marido tocar en vivo, el frontman/batero ofreció al público agarrar a nalgadas al bajista de la banda.
Solo pedía cien pesos: una pura moneda bastaba para cachetear ese trasero a placer.
Tres chascones subieron al escenario y agarraron a patadas al bajista.
Se lee peor de lo que realmente fue.
No hubo heridos esa vez.



Puede que sí, puede que no: ignoro si Ray Loriga le prestaría oreja a Ejaculator Command, el trío de porno-satanic-komandant-grindcore donde Corrales(!) toca la batería (cuando no está azotando los tarros en su otra banda, Fragmento de Horror). No obstante, la cosa es que ahora recuerdo a Loriga porque, muy a nuestro pesar, descubrí en la biblioteca del departamento un ejemplar de Héroes. Es cierto que, antes de cumplir dieciocho, leí el libro ese todavía estando en el colegio, pero nunca llegué a comprarlo y Loriga desapareció de mi vista y memoria hasta hace muy poco, cuando vine a terminar viviendo con Corrales(!).

Jamás nos hicimos problema alguno, mi marido y yo, por la composición de nuestra biblioteca; tampoco por la distribución y orden de nuestros libros: decidimos que irían todos apilados verticalmente en las repisas del muro norte del living-comedor. A ambos nos sentó bien la ausencia de método en la catalogación de novelas, volúmenes de cuentos, y antologías y autoediciones de poesía que amoblarían una quinta parte de la extensión del lugar. Más que un caos entrópico, fue el azaroso orden de llegada de las cajas de mudanza lo que rigió la disposición de nuestros libros en ese mueble. Tiene sentido entonces que, buscando una novelita del Levrero –Dejen todo en mis manos, creo–, mis dedos dieran con el Héroes de Loriga y –nuevamente, el azar– ahora me lo encuentre en la cima de una pila de libros que descansa en una de las mesas del comedor de diario.

En la portada de Héroes (Plaza & Janés, 1996) aparece un tipo de pelo largo, chaqueta de bluyín, barba de una semana y un par de anillos en la mano derecha, la misma con la cual sostiene una botella de cerveza: su anular luce una calavera de plata; el dedo corazón, haciendo lo posible por rehuir del cliché, exhibe una gema oscura, probablemente de fantasía. No dejo de tratar de entender esa portada, quiero hacerlo, me rompo la cabeza, pero no me alcanza la caridad interpretativa: hoy mismo, a mis treintaitantos, no recuerdo la cara de Loriga –sé que he visto fotos suyas, tengo que haberlas visto alguna vez cuando más pendejo– y asumo que el tipo retratado es él: un escritor que escribe sobre roqueros que se comportan como escritores que quieren ser roqueros. Es muy fácil pensar de inmediato en Corrales(!), intento imaginarlo como escritor grave, seriamente intentando ser roquero, y no puedo figurármelo en esas. Entonces, leo el final de Sin alma (“Ahora que somos de los sin alma/ llegamos al final/ en el teatro vacío/ nos damos cuenta que nunca hubo un nosotros/ nunca hubo alguna otra/ ni nunca hubo algún otro/ nosotros los sin alma/ debería ser singular/ sentado/ yo acá/ sentado/ sólo yo/ y nadie más.”) y lo vuelvo a leer una vez más, ahora mientras suena de fondo no sé si Fragmento de Horror o Ejaculator Command. Tan equivocado estuvo Loriga, que hoy me resulta infumable; tan perdidos que estuvimos leyéndolo cuando pendejos, una generación completa con el torpísimo anhelo de jugar a ser estrella. Antes que un roquero impostando gravedad, mi respeto se lo lleva Corrales(!), que entre punky, metalero y poeta no teme a ser leve ni tampoco a payasear.